El sol se ocultaba sobre el campo de batalla, tiñendo el cielo de tonos de sangre y oro, como si la propia naturaleza lamentara a los caídos. Vladímir estaba entre las ruinas, su armadura desgastada y su rostro cubierto de polvo y tristeza. El aire era pesado con el olor a muerte y a madera quemada, y cada respiración recordaba el precio pagado por esta tierra. Observaba a sus guerreros, que recogían los cuerpos de sus compañeros, y sentía un profundo vacío que llenaba su corazón después de la adrenalina de la batalla.
Los gritos alegres de victoria parecían tan lejanos y vacíos cuando veía los rostros desfigurados por el dolor de las madres que buscaban a sus hijos entre los muertos. Cada triunfo, cada estandarte capturado, cada metro de tierra unido a la Rus de Kiev costaba vidas, lágrimas y una parte de su propia alma. Recordaba las palabras de su abuela Olga sobre que la verdadera fuerza no reside en las conquistas, sino en la sabiduría, pero ¿podía la sabiduría consolar a quienes habían perdido a sus seres queridos?
Se le acercó un anciano guerrero, con el rostro arrugado por los años vividos y las batallas presenciadas. Colocó silenciosamente su mano sobre el hombro del príncipe, y en ese gesto había más comprensión que en cualquier palabra. Esta guerra contra los pechenegos estaba ganada, eso era indiscutible. El enemigo se había retirado, las tierras de Kiev estaban seguras. Pero, ¿podía llamarse victoria cuando el campo estaba cubierto de cuerpos de ambos bandos, cuando los sobrevivientes lloraban a sus camaradas?
Vladímir caminó entre las filas de heridos; cada gemido, cada relato de coraje o sacrificio resonaba en su alma como un campanazo que llamaba a la reflexión. Era príncipe, portador de la responsabilidad de cada decisión, de cada orden que había llevado a la muerte. Este poder, por el que había luchado con su hermano, de repente se sentía como una carga más pesada que la más gruesa de las armaduras. ¿Valían sus ambiciones, su deseo de unificar la Rus de Kiev, tales sacrificios?
Durante la noche, cuando el campamento estaba en silencio y solo los centinelas suspiraban junto a la hoguera, Vladímir no podía dormir. Salió del campamento y observó las estrellas, que parpadeaban frías en el cielo, indiferentes al sufrimiento humano. Recordaba el rostro de su hermano Yaropolk, su lucha por el trono, y comprendía que la guerra siempre deja cicatrices, sin importar de qué lado se obtenga la victoria. La victoria sobre los pechenegos era solo otra etapa, pero ¿cuál sería el verdadero precio de esta victoria para el futuro de la Rus de Kiev?
Pensaba en su hijo Yaroslav, en el legado que le dejaría. ¿Un legado de sangre y lágrimas, o un legado de sabiduría y unidad? El bautismo de la Rus de Kiev le había dado una nueva fe, una nueva esperanza, pero ¿podría esta fe sanar las heridas causadas por la guerra? Se sentía al borde de algo grande y peligroso a la vez.
Al regresar al campamento, Vladímir encontró un pequeño tridente tallado en piedra entre las ruinas, un símbolo que había elegido para sí mismo y su tierra. Lo sostuvo en la palma de su mano, sintiendo su peso y su frío. Este signo se convirtió en un símbolo de fuerza, pero ahora también veía en él un símbolo de responsabilidad.
Con los primeros rayos del sol, Vladímir dio la orden de regresar a Kiev. Caminaba al frente de su ejército, con la mirada fija hacia adelante, pero sus pensamientos vagaban hacia el futuro.