El sol se sumergía en el Mar Negro, tiñendo el occidente con matices carmesí y naranja, como si una enorme herida se abriera en el cuerpo del cielo. Las olas en el agua recordaban arrugas en el rostro de un viejo guerrero, como si advirtieran sobre un peligro inminente. Desde el suroeste llegaban vientos con sabor a sal del imperio, llevando noticias que se propagaban por Kiev en susurros, similares al murmullo de hojas secas antes de la tormenta. Esta amenaza no era un golpe directo de espada; se parecía a un golpe de címbalo, un sonido agudo que exponía todos los nudos no resueltos de conflictos pasados.
Vladímir se encontraba en el alto balcón del palacio, mirando hacia la poderosa Imperio Bizantino. Sus manos apretaban con fuerza la madera del barandal, como si tratara de sostener la misma tierra de la Rus para que no resbalara hacia el abismo. La tregua con los griegos siempre era frágil, como un fino hielo en un río de primavera bajo el cual se sentía el frío de un agua profunda. Cada movimiento, cada palabra desde Constantinopla podía convertirse en una piedra que rompiera esta delgada paz.
El voivoda Sveneld se acercó al príncipe, su rostro endurecido por los vientos de muchas batallas, con una expresión sombría. Traía noticias de que los enviados bizantinos violaban nuevamente los términos de los acuerdos; sus barcos aparecían cada vez más cerca de las costas rusas y sus miradas se volvían más desafiantes. Sveneld hablaba lentamente, sus palabras caían como pesadas gotas, como una piedra que se hunde en el agua.
Vladímir escuchaba, pero su mente ya estaba lejos; no solo veía el mar y los barcos, sino la red de intrigas que se tejía incluso entre sus propios boyardos. Algunos ya murmuraban que una alianza con el poderoso imperio podría traer más beneficios que el conflicto. Otros recordaban la gloria de Sviatoslav, que no temía a nadie, ni siquiera a los césares de palacios dorados.
El príncipe sentía crecer las ambiciones de ambos lados, como nubes que presagian tormenta. Bizancio veía en la Rus una fuerza joven y audaz que debía ser domada o subyugada. Vladímir veía en el imperio tanto oportunidad como amenaza: tesoros de conocimiento y fe, pero también un deseo de dominio. Sus propias ambiciones eran como un fuego creciente; anhelaban hacer de la Rus un poder más fuerte, igual a los mejores Estados del mundo.
Por la noche, el príncipe no podía dormir; salió al jardín, donde el aire estaba lleno del aroma de flores y de lejanos temporales. Las estrellas sobre su cabeza parecían frías y distantes, como ojos de dioses sin alma que observaban los asuntos humanos. Vladímir pensaba en su padre Sviatoslav, en su valentía y destino trágico.
Pensaba en Olga, cuya sabiduría estaba ligada a la prudencia. ¿Qué camino elegiría él? La amenaza desde el suroeste no era solo cuestión de ejércitos y barcos; era una prueba para el alma misma de Vladímir y del alma de toda la Rus.
¿Buscarían la confrontación o intentarían encontrar un camino hacia la paz, aunque fuera una paz en condiciones ajenas? Cada día traía nuevos mensajes; cada día la tensión aumentaba, como la cuerda de un arco tensándose.
Y ya en el horizonte aparecieron las primeras velas de barcos extranjeros: al principio pequeñas, como alas de aves marinas; pero con cada día se volvían más grandes y amenazantes.
Eran como las primeras golondrinas antes de la tormenta, la tormenta que estaba a punto de comenzar. Vladímir sabía: el tiempo de decisiones simples había pasado; ahora era el momento de elecciones, esas elecciones que determinarían el destino no solo de él, sino de todas las generaciones futuras.