El sol se elevaba sobre el Bósforo, tiñendo las olas con colores de sangre y oro, como si la misma naturaleza presintiera la decisión que enfrentaba el príncipe de Kiev. Vladímir se encontraba en la orilla, contemplando los muros de Constantinopla que emergían de la niebla como silenciosos vigilantes del destino. Sus pensamientos giraban como gaviotas marinas; cada nueva idea generaba nuevas dudas, y cada decisión parecía más pesada que la anterior.
Los consejeros se habían reunido en su tienda, sus rostros iluminados por la luz temblorosa de las velas, como los rostros de santos en la penumbra. Las voces se entrelazaban, creando un murmullo de dudas y consejos contradictorios. Un boyardo, un viejo guerrero con cicatrices en el rostro, hablaba de la gloria de las armas y la necesidad de mostrar la fuerza de la Rus. Sus palabras resonaban como el choque de espadas, cada argumento afilado como una lanza.
Otro, un diplomático de Constantinopla, por el contrario, hablaba de la sutileza de las negociaciones, de cómo las palabras podían ser más poderosas que mil soldados. Le mostraba a Vladímir un futuro posible de alianza, donde la Rus y Bizancio estarían hombro con hombro, y no espalda con espalda. Su discurso era como seda, suave y persuasivo, pero escondía los peligros de una delicada red de intrigas.
Vladímir escuchaba atentamente, pero su mente estaba en otro lugar. Recordaba las palabras de su padre Sviatoslav, quien siempre decía que la mejor diplomacia era la respaldada por la fuerza. Pero luego surgía ante sus ojos Olga, su abuela, que sabía alcanzar sus objetivos con astucia y sabiduría, evitando derramamiento innecesario de sangre. Estas dos herencias luchaban en su alma, como dos lobos en la misma jaula.
Por la noche, cuando los consejeros se habían retirado, Vladímir salió de la tienda y caminó hacia el mar. Las olas golpeaban la orilla, como el corazón de la tierra latiendo en respuesta a sus propias dudas. Pensaba en sus guerreros, en los que ya habían caído en batalla, en los que aún vivían y esperaban su decisión. Cada guerra le arrancaba un pedazo de su alma; cada victoria dejaba cicatrices no solo en el cuerpo, sino también en el corazón.
Pero la paz también tenía su precio. Las concesiones podían ser interpretadas como debilidad; las alianzas podían convertirse en trampas. Vladímir sabía que Bizancio no era solo un enemigo, sino una civilización milenaria, con políticos astutos y profundas intrigas. Entrar en conflicto abierto con ella significaba arriesgar todo lo que había construido.
Recordaba a su madre Malusha, sus sencillas palabras de sabiduría, que a menudo tenían un significado más profundo que los discursos de los consejeros más eruditos. Ella decía que la verdadera fuerza no estaba en derrotar al enemigo, sino en convertirlo en amigo. Pero, ¿se podía ser amigo de alguien que te mira con desdén, que considera a tu pueblo como bárbaros?
El amanecer encontró a Vladímir aún en la orilla. No había dormido en toda la noche; sus pensamientos eran como las olas que continuamente golpeaban la arena. Sabía que su elección determinaría no solo el destino de esta campaña, sino el futuro de toda la Rus. La diplomacia prometía estabilidad y desarrollo cultural, pero podía limitar la independencia. La guerra prometía gloria y conquistas, pero traía muerte y destrucción.
Cuando el sol se elevó más alto, Vladímir regresó a su tienda. Su rostro mostraba calma, pero en sus ojos ardía el fuego de la decisión. Ordenó preparar emisarios hacia Constantinopla y, al mismo tiempo, instruyó a sus guerreros para estar listos para la batalla.
Cuando los emisarios partieron hacia el emperador bizantino, Vladímir los observaba partir. Sabía que era solo el primer paso; aún quedaban muchas negociaciones, intrigas y peligros por delante.