Las paredes de piedra del terem parecían absorber las sombras que caían de las velas, que apenas iluminaban el gran salón. Vladímir se sentaba junto a la ventana, con la mirada fija en la ciudad que comenzaba a sumergirse en la noche. Sentía un cambio en el aire, como si algo inevitable se acercara. La lluvia seguía marcando su melodía sobre el alféizar, como tratando de advertirle del peligro.
Frente a él yacía un mapa de la Rus de Kiev, dibujado sobre pergamino. Las líneas de los límites estaban claramente trazadas, y Vladímir no podía evitar sentirse orgulloso de las tierras que había conquistado. Pero junto con el orgullo, sentía inquietud. Los rumores de traición comenzaban a propagarse por sus dominios, y él sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que se convirtieran en un levantamiento abierto.
Vladímir recorrió con la mirada a los presentes en la sala. Allí estaban quienes él consideraba sus apoyos. El voivoda Dobrynia, su tío, con un rostro sombrío que recordaba a una nube de tormenta. El joven Sveneld, hijo del mismo Sveneld que una vez sirvió a su padre, ahora defendía con fervor la necesidad de una nueva campaña. Había otros también, sus rostros perdidos en la penumbra, con pensamientos escondidos más profundamente que los cofres más fuertes.
Sveneld golpeó con la palma la carta cerca de las tierras de los dulibes. “Nuestra gente allí habla de descontento, príncipe. Impuestos, nuevas leyes, nueva fe. Susurran que habrían preferido permanecer bajo el dominio de los jázaros. Esto es solo el comienzo”. Sus palabras colgaban en el aire, pesadas y venenosas. Vladímir sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral.
—¿Quién exactamente habla? ¿Quién difunde estos rumores? —preguntó, intentando mantener su voz calmada.
Sveneld alzó las manos. “La gente. Gente común. Pero, ¿quién está detrás de ellos? ¿Quién los incita? Esto no parece un simple quejido. Parece un plan deliberado. Un plan para sembrar confusión justo cuando nos preparamos para una nueva campaña al sur”.
Vladímir se alejó de la ventana. Su sombra, grande e indefinida, oscilaba sobre la pared. Recordó las palabras de su abuela Olga, dichas hace muchos años: “El enemigo más peligroso no es quien está frente a ti con una espada. El enemigo más peligroso es quien está detrás de ti con una sonrisa”.
Ahora comprendía que la sabiduría de Olga era más profunda de lo que había pensado.
—Quizá le damos demasiada importancia, príncipe —intervino cautelosamente uno de los boyardos mayores, Iziaslav—. El pueblo siempre murmura. Es su naturaleza.
—Pero toda resistencia tiene un líder —replicó Dobrynia con firmeza—. La multitud no puede moverse sola. Alguien debe mostrar el camino. Y este camino conduce directo a la división. Debemos encontrar a esta serpiente antes de que muerda.
Vladímir permaneció en silencio, escuchando. Cada palabra, cada argumento era como una piedra arrojada al estanque de sus pensamientos. Observaba los rostros de sus consejeros, intentando leer más allá de lo que decían.
¿Quién hablaba con sinceridad?
¿Quién intentaba desviar las sospechas de sí mismo?
¿Quién solo trataba de salvar su propia piel?
—Preparen destacamentos —dijo finalmente, y su voz resonó sorprendentemente fuerte en el silencio tenso—. Pero no para la campaña al sur. Envíen a personas en quienes confíen como en ustedes mismos. Que escuchen lo que se dice, no solo en Kiev, sino en otras tierras. Y nadie, absolutamente nadie de los presentes, debe saber más al respecto.