El sol se sumergía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rosas y rojos, como si con sangre se firmara el destino de la futura batalla. El aire estaba denso de polvo y ansiedad, y parecía que el tiempo mismo se hubiera detenido, esperando el primer grito, el primer choque del acero, la primera víctima de esta guerra fratricida.
Vladímir estaba de pie sobre la colina, su mirada se extendía por la lejanía oscura, intentando distinguir las banderas de su hermano entre la multitud de soldados. Su corazón latía como si quisiera escapar de su pecho; cada golpe le recordaba el vínculo inquebrantable de sangre que estaba a punto de romperse con hierro. Recordaba los años de infancia, cuando él y Yarópolk corrían juntos por los patios del castillo bajo la vigilancia de Olga, sus risas resonaban entre los muros de piedra. Ahora, esos muros se habían convertido en barreras, y las risas habían sido reemplazadas por susurros de traidores y el estruendo de las armas.
Yarópolk, por su parte, había dispuesto a su ejército; su rostro era severo e impenetrable, como tallado en piedra. Pero en sus ojos, los mismos que una vez miraban al hermano menor con ternura, ahora ardía una fría determinación por el poder. Escuchaba cómo sus voivodas discutían la estrategia en susurros; cada palabra era pesada, como una piedra lanzada en el agua de la calma.
La primera señal de ataque resonó bruscamente, como un trueno en un cielo despejado. La batalla comenzó con un choque caótico, donde cada espada y cada hacha llevaba el peso de la maldición familiar. Vladímir, al frente de sus leales soldados, avanzó, con su tridente en alto, símbolo no solo de autoridad, sino también de ruptura.
La batalla adquirió una intensidad feroz, donde hermano combatía contra hermano, donde la confianza se había roto y las alianzas se desmoronaban bajo la presión de las ambiciones. La tierra bajo los pies de los guerreros parecía gemir de dolor.
Cuando la batalla alcanzó su clímax, Vladímir se encontró cara a cara con Yarópolk. Entre ellos no hubo palabras, solo miradas.
El duelo final fue breve y decisivo.
Cuando el polvo se asentó y los gritos cesaron, Vladímir supo.