Una pesada sensación oprimía los hombros de Vladímir, como si la armadura más gruesa no pudiera protegerlo del peso de aquel momento. El aire en el pasillo estaba denso de historias no contadas y promesas hechas en la infancia, cuando él y Yarópolk corrían por los mismos senderos, jugando a ser príncipes y guerreros. Ahora el juego se había vuelto real, y lo que estaba en juego no era un trono de juguete, sino el destino de toda la Rus.
El príncipe sentía una lucha interna, como si dos mitades iguales de su ser se desgarraran en partes. Una mitad, forjada por ambición y deseo de poder, recordaba la herencia de Sviatoslav y el deber de ser un gobernante fuerte. La otra mitad, hecha de amor y recuerdos, susurraba sobre cómo compartían sueños bajo el cielo estrellado de Kiev.
Entró en la habitación donde Yarópolk estaba sentado junto a la ventana, mirando a lo lejos, aunque sus ojos estaban vacíos y orgullosos. Entre los hermanos cayó un pesado silencio, como si mil palabras no dichas flotaran en el aire.
Vladímir sentía cómo cada latido de su corazón resonaba en ese silencio, recordándole el peso de la decisión que se avecinaba. Sabía que el perdón parecía imposible, como intentar detener una inundación primaveral con la mano. La traición era demasiado profunda, las heridas demasiado recientes.
Pero el deseo de poder de repente le pareció vacío cuando vio en los ojos de su hermano al mismo niño con quien había compartido los primeros secretos. Vladímir recordó las palabras de su abuela Olga: la verdadera fuerza no reside en dominar a los demás, sino en dominarse a uno mismo.
Bajó la espada que había apretado instintivamente en su mano. El sonido del metal al chocar con el suelo de la chimenea resonó como un veredicto. No era una derrota; era una elección. Elegir la hermandad sobre el poder significaba reconocer que había algo más importante que el trono.
Yarópolk levantó la cabeza, y en sus ojos apareció un destello de algo olvidado hace mucho tiempo: esperanza o quizás simplemente sorpresa. No dijeron nada, pero aquel silencio hablaba más que cualquier palabra.
Vladímir salió de la habitación, sintiendo una ligereza inusual. No renunció al poder, pero lo replanteó. La fuerza construida sobre traición y sangre resultaba frágil.
Al salir al aire libre, la aurora comenzaba a aparecer sobre Kiev. La ciudad despertaba sin sospechar la difícil elección que había hecho su príncipe.
Vladímir contempló las cúpulas doradas y el río Dniéper, sintiendo una nueva comprensión del mundo. Esta elección era solo el comienzo de un nuevo camino.
Regresó al palacio, donde le esperaban consejeros y comandantes. Sus pasos eran firmes; su mirada, decidida.
La prueba de la hermandad había sido superada; nuevas dificultades esperaban: la unificación de tierras, la confrontación con amenazas externas y la búsqueda del camino espiritual.
Vladímir sabía que aquel día era solo una página en el gran libro de su vida; una página que cambiaría para siempre todos los eventos futuros.