Príncipe Vladímir el Grande

13.1 Vladímir y Yaroslav: un heredero en el horizonte

El sol se sumergía lentamente tras las cúpulas doradas de las iglesias de Kiev, tiñendo el cielo con tonos de púrpura y oro, cuando Vladímir se encontraba en el alto balcón del palacio, observando el patio. Su mirada se detuvo en la esbelta figura de un joven que estudiaba concentrado los antiguos anales bajo la sombra de un viejo roble. Yaroslav. Su hijo. Futuro príncipe. Ese pensamiento resonó en el alma de Vladímir con un eco profundo, mezclando orgullo y preocupación.

El aire estaba lleno del aroma de la hierba recién cortada y del humo lejano de los hornos, pero para Vladímir era el olor de la historia que se estaba forjando ante sus ojos. Recordaba su propia infancia a la edad de Yaroslav, llena de ambición y un insaciable deseo de conocimiento. Pero ahora, con las hebras plateadas asomando en su cabello y el peso de un vasto Estado sobre sus hombros, comprendía que el conocimiento era solo una piedra en los cimientos del gobierno. Otra, más importante, era la sabiduría, que ningún pergamino podría enseñar.

Vladímir bajó del balcón y se acercó a su hijo silenciosamente, como una sombra. Observaba cómo Yaroslav, frunciendo el ceño, pasaba el dedo sobre antiguos símbolos, intentando descifrar su significado. El corazón de padre latía más rápido al ver en esos gestos no solo curiosidad, sino también persistencia, la misma cualidad que había ayudado a Vladímir a unir las tierras bajo el tridente.

El joven aún no había notado a su padre, y Vladímir aprovechó ese momento para mirar dentro de su propia alma. ¿Qué dejaría a este joven? Una Rus fuerte y unificada, sí. Pero, ¿podría transmitirle la responsabilidad que cada día pesa sobre sus hombros? La responsabilidad sobre miles de vidas, sobre el futuro de un pueblo entero, sobre la preservación de la fe que había unido a tribus dispersas. No era solo una lección: era la transmisión de una llama, y Vladímir temía que el viento de la historia pudiera apagarla.

El silencio entre ellos era denso y significativo, cargado de palabras no dichas y de expectativa. Finalmente, Yaroslav levantó la cabeza, y sus miradas se encontraron. En los ojos del joven, Vladímir vio no solo respeto, sino también atención y disposición para aprender. Ese era el momento exacto, el horizonte donde amanecía un nuevo gobierno.

—Siéntate, hijo —dijo Vladímir, y su voz, endurecida por los años y las batallas, sonó inusualmente suave—. Cuéntame, ¿qué es lo que más te interesa hoy?

Yaroslav hizo un gesto invitando a su padre a la mesa; sus movimientos eran seguros, pero sin arrogancia.

—Estos símbolos, padre —dijo—, hablan de los tratados con los griegos. Pero el cronista solo recoge hechos. Me interesa saber qué sentía quien los escribía. ¿Cómo decidía entre beligerancia y diplomacia?

La pregunta impactó a Vladímir por su profundidad. No solo trataba del pasado, sino del núcleo mismo del gobierno. Se sentó frente a su hijo, y comenzó una conversación que se asemejaba menos a una lección y más a un intercambio entre dos iguales, separados por generaciones, pero unidos por un mismo objetivo. Vladímir hablaba de la importancia de escuchar no solo la propia voz, sino también el silencio entre las palabras de aliados y enemigos. Explicaba cómo a veces lo más difícil no es golpear, sino contenerse.

Hablaron durante horas, hasta que el cielo estrellado se iluminó con innumerables luces. Vladímir vio cómo en la mente de su hijo comenzaba a nacer la comprensión de que el poder no es un privilegio, sino un servicio. Era el inicio de un camino largo y difícil, pero en aquel momento, bajo el viejo roble, se estaba asentando la base más firme de la futura estabilidad. Una base construida no de piedra, sino de sabiduría y confianza, transmitida de padre a hijo junto con el pesado aliento de la historia.




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