El sol se ocultaba tras Kiev, tiñendo el cielo del oeste con matices dorados y rosados, como subrayando la importancia de cada decisión que Vladímir debía tomar. La ciudad vibraba con un murmullo de preparativos para las nuevas pruebas que se avecinaban, como olas golpeando la orilla del Dniéper. El príncipe Vladímir, nieto de la princesa Olga, estaba de pie junto a la entrada de su consejo, sintiendo el peso de la herencia de su padre y las expectativas de su pueblo.
Vladímir decidió convocar a sus mejores consejeros, hombres con amplia experiencia en el idioma y las costumbres de los pueblos vecinos. Entre ellos estaba el anciano Voislav, que había servido a su padre, Sviatoslav. Su rostro, arrugado por la edad y la experiencia, reflejaba innumerables caminos recorridos y tierras visitadas. Vladímir escuchaba sus relatos sobre polacos y húngaros, checos y búlgaros, absorbiendo cada palabra como un conocimiento sagrado.
—No buscamos dominar a nuestros vecinos —decía Vladímir, dirigiéndose a sus enviados—. Buscamos comprensión mutua, caminos hacia la prosperidad compartida. No con la espada, sino con la palabra debemos construir un puente entre nuestros pueblos. Su voz sonaba convincente, pero en sus ojos se leía preocupación. Cada embajador podía encontrarse no solo con amistad, sino también con traición.
Las primeras misiones diplomáticas partieron hacia las tierras con las que Rus tenía menos conflictos. Vladímir instruía personalmente a cada emisario, entregándoles símbolos de paz: regalos valiosos que debían testificar la sinceridad de sus intenciones. Comprendía que la diplomacia era un combate sin derramamiento de sangre, donde cada palabra podía convertirse en arma o escudo.
Las dudas internas no abandonaban al príncipe. ¿Hacía bien al buscar la paz, cuando tantos enemigos lo rodeaban? ¿No interpretarían los vecinos sus iniciativas pacíficas como debilidad? Pero el recuerdo de su hermano Yaropolk, muerto a causa de las luchas internas, era una herida reciente. Vladímir deseaba dejar a sus hijos otra herencia: no tierras devastadas por la guerra, sino alianzas sólidas.
Las respuestas de los gobernantes vecinos llegaban lentamente, de mensajero en mensajero. Algunos aceptaban las propuestas de paz con cautela, otros con abierta alegría. Cada palabra positiva era para Vladímir como la lluvia tras la sequía. Entendía que la diplomacia no se trataba solo de victorias instantáneas, sino de relaciones duraderas que se construyen con los años.
Una tarde, mientras el príncipe estudiaba el mapa de las nuevas alianzas, Voislav llegó con una noticia inesperada. El enviado del rey húngaro regresaba no solo con un acuerdo de paz, sino con la propuesta de un matrimonio político. Esto abría perspectivas completamente nuevas, pero también ponía ante Vladímir una difícil elección entre beneficio político y sentimientos personales.
El príncipe permaneció largo tiempo sobre el mapa, donde ahora aparecían nuevas líneas de alianzas, como hilos del destino tejiendo el futuro de Rus. Sentía que cada paso en la diplomacia era como un movimiento en el ajedrez, donde un error podía costar miles de vidas. Pero también veía cómo se fortalecían los lazos entre los pueblos, cómo crecía la confianza mutua.
El último día antes de enviar la nueva misión a las tierras checas, Vladímir pasó en reflexión. Recordaba las palabras de su abuela Olga: la sabiduría de un gobernante no está en la fuerza de la espada, sino en el poder de la palabra. Ahora esa sabiduría encontraba nueva confirmación en sus esfuerzos diplomáticos. Pero aún quedaba mucha incertidumbre, muchas decisiones que debían definir el destino no solo suyo,