En su profundo mundo interior, Vladímir permanecía inmóvil, rodeado de un silencio que parecía casi tangible. La luz de las velas proyectaba sombras cálidas sobre las paredes de su aposento en Berestovo, y el aire estaba denso con el aroma de cera y libros antiguos. Fuera de la ventana, las hojas otoñales caían lentamente, como si el propio tiempo hubiera disminuido su paso para darle la oportunidad de reflexionar sobre su vida. Vladímir el Grande, gobernante de la Rus de Kiev, sentía sobre sí el peso de la responsabilidad que había cargado durante tantos años. Comenzaba a comprender que su legado no se compondría solo de victorias y logros, sino también de las heridas que había infligido a otros.
Su mirada se desplazaba por las paredes, donde colgaban espadas y otros trofeos, símbolos de su poder y grandeza. Cada objeto era testigo de una historia, de una batalla o de una decisión particular. Pero hoy no le despertaban orgullo; al contrario, le recordaban el precio que había pagado por todo ello. Pensaba en su hermano Yaropolk y en la pregunta que lo había inquietado durante tantos años: ¿podría haber actuado de otra manera? ¿Existía un camino hacia el poder que no implicara derramamiento de sangre?
Vladímir también reflexionaba sobre el bautismo de la Rus de Kiev. Recordaba los rostros de la gente que miraba las aguas del Dniéper con esperanza y miedo al recibir la nueva fe. Pero, ¿todos la aceptaron de corazón? ¿Fue una verdadera conversión o solo un acto político para consolidar su autoridad? Sabía que muchos resistieron los cambios, y eso lo preocupaba.
Al pensar en sus hijos, especialmente en Yarosláv, Vladímir sentía emociones encontradas. ¿Podrán continuar su obra? ¿Serán gobernantes sabios y justos? Veía en ellos tanto su propia sabiduría como su crueldad, y eso lo llenaba de temor.
Su mano se extendió inconscientemente hacia el tridente que reposaba sobre la mesa frente a él. Era un símbolo simple, pero se había convertido en emblema de su poder y autoridad. ¿Qué significaba realmente? ¿Era de verdad un símbolo de unión y fuerza, o solo un reflejo de sus propias ambiciones?
El sol ya se estaba poniendo, lanzando los últimos rayos a través de la ventana. Estos iluminaban su rostro, en el que el tiempo había esculpido profundas arrugas. Cada una de ellas era testigo de una decisión o evento particular. Vladímir sentía la cercanía del final de su camino vital y deseaba comprender si había sido correcto.
Sabía que dejaba tras de sí un estado poderoso, una nueva fe y tierras unidas. Pero la pregunta más importante seguía abierta: ¿deja también la paz en los corazones de su pueblo? ¿Proveerá respuestas a las preguntas que él mismo se había formulado a lo largo de su vida?
En ese silencio, Vladímir no buscaba la verdad absoluta, que no existe, sino la tranquilidad con lo que ya había hecho y lo que dejaría tras de sí.