El día se había levantado con una lluvia implacable, más bien, diluviando. Aquella noche, una tormenta feroz había azotado la ciudad, llenando el aire de una tensión que no parecía dispuesta a disiparse. Martín estaba atrapado en su indecisión, mirando por la ventana con el corazón latiendo con fuerza. Tenía que coger el coche y recorrer 100 kilómetros hasta una ciudad donde le esperaban para una entrevista de trabajo, su última oportunidad. El banco había sido claro: si no pagaba en dos meses, perdería la casa.
"Maldito Covid", masculló entre dientes, un veneno que llevaba incrustado en el alma. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Dos años atrás, contrajo la enfermedad, y desde entonces su vida se desmoronó lentamente. La tos que lo asfixiaba, los problemas de memoria, la incapacidad para concentrarse, fueron los culpables de su despido. Ese día casi lo perdió todo, y estuvo a punto de golpear a su jefe cuando le entregó la carta de despido, pero el miedo lo paralizó. Aceptó la carta, la indemnización ridícula, y regresó al apartamento diminuto que apenas podía costear.
Los días pasaron, iguales, insípidos. Sus amigos intentaban animarlo, pero sus palabras eran fantasmas que se desvanecían en el aire. "Ya pasará la tormenta", le decían. Pero en ese preciso instante, un trueno resonó a lo lejos, profundo, inquietante. Martín rió, una risa amarga, casi desquiciada. "La tormenta está apenas empezando", pensó.
Después de un desayuno que no pudo saborear, se subió al coche. Arrancó el motor con un suspiro y configuró el navegador. Afuera, la lluvia seguía cayendo, como si el cielo mismo quisiera aplastarlo bajo su peso. El horizonte, envuelto en nubes plomizas, parecía una amenaza en sí mismo. No había luz, no había esperanza, solo la carretera que lo llevaba hacia su incierto destino. Sabía que el trayecto era solo una formalidad. No había salida.
La autovía era una trampa de agua y sombras, y mientras avanzaba, el mal tiempo parecía apretarse a su alrededor, como una garra oscura. Truenos lejanos anunciaban el caos, pero uno de ellos, especialmente brutal, estalló tan cerca que su resplandor lo cegó. Durante unos segundos, Martín no vio nada, solo un vacío blanco que le heló la sangre. En su mente, un miedo ancestral lo sacudió: "Voy a morir aquí, en esta tormenta". Temblando, decidió parar en la próxima estación de servicio. Necesitaba otro café, cualquier excusa para salir de ese ataúd rodante.
Cuando divisó una estación de servicio, casi suspiró de alivio. Aparcó rápidamente y salió corriendo hacia el interior, aunque la lluvia le empapó en el corto trayecto. Al entrar en el local, un escalofrío le recorrió la espalda. Algo no estaba bien.
El lugar era un vestigio de otra época, con una decoración que parecía haber quedado estancada en los años 80. Pósters descoloridos de películas antiguas colgaban en las paredes, y los estantes polvorientos estaban llenos de cintas de cassette, algo que hacía mucho no veía. Pero no era solo la estética; era el ambiente. El local estaba vacío. No había rastro de otros viajeros, de otros coches. Solo silencio, roto por el zumbido de las luces fluorescentes.
Se dirigió al mostrador, buscando algo de calor, tal vez un café, algo que lo anclara a la realidad. "Un café y una tostada, por favor", dijo con voz seca, pero el camarero lo miró fijamente antes de responder.
"Enseguida, Martín", dijo el hombre. La voz era baja, casi susurrante, Martín sintió un escalofrío que le recorrió la columna. ¿Cómo sabía su nombre?
Cuando volvió al salón principal, algo había cambiado. Las luces eran más tenues, casi lúgubres, y el lugar estaba envuelto en una especie de penumbra fantasmal. Martín sintió que el aire se volvía denso, opresivo. Se dirigió hacia uno de los estantes y entonces lo vio: no solo eran cintas de cassette. Eran sus cintas. Los álbumes que había coleccionado en su juventud. Se agachó para inspeccionarlos más de cerca, y su corazón dio un vuelco cuando encontró también algunos de sus antiguos videojuegos, aquellos que había jugado durante interminables tardes de verano en su viejo Commodore.
Al principio, una cálida nostalgia lo envolvió. La idea de permanecer en ese remanso, rodeado de los recuerdos más felices de su vida, le pareció reconfortante, un refugio acogedor en medio de la oscuridad. Allí estaba su vieja bicicleta, el símbolo de tardes interminables de libertad, sus videojuegos favoritos que tantas horas le habían robado, y fotos de sus amigos, de aquellos días en los que todo parecía estar bien. Durante un breve momento, sintió algo parecido a la paz. Aquí, al menos, los sinsabores del presente no podían alcanzarlo.
Pero la ilusión no tardó en desmoronarse. Pronto, una sensación más amarga se instaló en su pecho. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Sí, estaba su bicicleta, pero no había ningún camino por el que pedalear. Los videojuegos, que alguna vez fueron su escape, ahora le resultaban inútiles; se los sabía de memoria, y el final siempre era el mismo. Las fotos, esos fragmentos congelados en el tiempo, solo le recordaban lo que había perdido. ¿De qué servía una imagen de sus amigos si ya no podía reír, hablar o compartir con ellos nuevos momentos? Todo lo que lo rodeaba eran sombras de lo que alguna vez fue, vacías y carentes de la chispa de vida que les daba significado.
El aire enrarecido del lugar empezó a oprimirlo. Lo que al principio había sido un refugio pronto se reveló como una prisión emocional. Lo que más lo desgarraba no era la ausencia de esos objetos, sino la comprensión de que los recuerdos, por muy perfectos que fueran, no podían reemplazar la vida misma. Lo que tanto añoraba ya no estaba a su alcance. Estaba atrapado en un museo de su propia memoria, rodeado de reliquias muertas, inanimadas, incapaces de devolverle aquello que realmente necesitaba: el presente.
La amargura lo invadió completamente. La vida, con todas sus imperfecciones y miserias, le había sido arrebatada, y lo único que quedaba era este rincón vacío, donde el tiempo no avanzaba y los recuerdos, en lugar de consolarlo, lo carcomían por dentro.
Editado: 24.10.2024