Prisión de Recuerdos

Angustia y desesperación

"Esto no es posible", pensó mientras su respiración se aceleraba. Sintió un nudo en el estómago, una sensación de estar cayendo, pero no había ningún sitio al que ir. Todo lo que lo rodeaba era un reflejo de su vida pasada, pero distorsionado, atrapado en un tiempo que ya no existía.

Intentó salir corriendo, pero cuando abrió la puerta, se encontró de nuevo dentro del restaurante. El terror lo asaltó. Había algo profundamente mal en ese lugar. Como en un ciclo infinito, cada vez que cruzaba el umbral, reaparecía en el mismo punto, como si la realidad estuviera rota.

—Oiga… ¿me podría decir cómo salgo de aquí? Tengo una entrevista de trabajo y… bueno… llego tarde —la voz de Martín temblaba mientras se dirigía al camarero.

El hombre detrás del mostrador se giró lentamente, y cuando lo hizo, Martín sintió cómo se le helaba la sangre. El camarero era él. No era una simple semejanza, era como mirarse en un espejo deformado, una versión oscura y distorsionada de sí mismo, con una expresión que lo llenó de pavor. Ese ser despedía una especie de aura densa, inquietante, como si estuviera compuesto por todas las emociones que Martín había intentado reprimir durante años. Era una imagen de él mismo, pero saturada de tristeza, rencor y vacío.

—No puedes salir de aquí —la voz del camarero resonó grave, cargada de algo que no era ni enojo ni lástima, sino una certeza aterradora—. Ni nadie puede venir a buscarte.

—¿P… por qué? —Martín tragó saliva, sintiendo cómo la desesperación empezaba a apoderarse de él—. ¿Qué… qué es esto?

—Estás atrapado… —dijo el otro Martín, y en ese momento su sonrisa se curvó de una manera que lo hizo retroceder un paso, como si hubiera algo profundamente siniestro en aquellas palabras.

—¿Cómo que atrapado? —Martín, cada vez más nervioso, comenzó a buscar su móvil, pero no lo encontró. Los dedos temblorosos rebuscaban en los bolsillos de su chaqueta. Sin pensarlo, balbuceó—. Llamaré a la policía, a emergencias… ¡Esto es ilegal! ¡Te caerá una multa, te cerrarán este sitio de mierda!

El camarero dejó escapar una risa amarga, seca, y le soltó la verdad con una frialdad que le heló hasta los huesos:

—Estás atrapado en tu propia mente, Martín.

Esas palabras lo atravesaron como una daga. El suelo bajo sus pies parecía desvanecerse, y sintió que el aire se le escapaba. ¿Atrapado en su mente? Una ola de pánico subió por su pecho, apretándole la garganta. Intentó respirar, pero el aire se hacía más denso, más espeso. ¿Qué significaba eso? ¿Qué le estaba diciendo?

—No… no… —musitó, retrocediendo un paso más—. Esto no puede ser real…

El camarero, su propio reflejo oscuro, no dejó de observarlo. Su mirada estaba cargada de una certeza cruel, casi burlona.

—Te lo has buscado tú mismo —dijo con calma—. Desde que te despidieron, has dejado de vivir. Has renunciado a todo. Te has cerrado en tu amargura. Ni siquiera hablas con la gente. Tu mujer te dejó porque no soportaba el silencio en el que te habías encerrado. Tu hijo… él ni siquiera quiere verte, porque sabe que le llenarás la cabeza con tus lamentos.

Cada palabra caía como un martillo sobre la mente de Martín, aplastándolo. Intentó recordar cómo había llegado allí, cómo escapar, pero su memoria era un caos. Las paredes del restaurante parecían cerrarse, deformándose a su alrededor. El recuerdo de cuando trató de salir le vino a la mente: había cruzado la puerta, pero en vez de salir, volvió a entrar, como si el mundo mismo hubiera colapsado sobre sí.

—No… ¡Esto no es posible! —gritó, su voz quebrándose, desesperada. El pánico comenzó a apoderarse de él por completo. ¿Qué clase de lugar era ese? ¿Qué significaba estar atrapado en su mente? Miró alrededor frenético, buscando una salida, cualquier salida.

Pero lo que vio fueron los estantes, las fotos, todo estaba desmoronándose. Las cosas que antes le habían traído consuelo ahora solo eran fantasmas. La oscuridad se acercaba, devorando el restaurante, consumiendo los recuerdos de su vida.

—Lo único que haces es vivir en el pasado, Martín —la voz del camarero resonaba como un eco cada vez más profundo, más envolvente—. Tus recuerdos… son todo lo que te queda. Pero ya no son suficientes. ¿Recuerdas tu bicicleta? No es la bici lo que te hacía feliz, era la libertad de aquellos días. Ahora no hay caminos por donde pedalear. ¿Y tus amigos? Solo son fotos, sombras de algo que ya no existe.

Martín sintió que el pánico se transformaba en algo más oscuro, más opresivo. No había salida. No había escapatoria. El camarero tenía razón: estaba atrapado. Y peor aún, la sensación de que era su culpa lo estaba devorando. Había renunciado a vivir. Había dejado que todo se le escapara de las manos, y ahora estaba encerrado en una prisión sin paredes, sin puertas, sin ventanas. Una prisión hecha de su propia desesperación.

Se sentó en el suelo, abrazándose a sí mismo, sintiendo que el mundo se derrumbaba a su alrededor. "Esto no es real", susurró una y otra vez, con los ojos cerrados, temblando.

—No… —susurró, su voz apenas un murmullo—. ¡Tengo que salir de aquí! ¡Tengo que despertar!

Pero el camarero, su propia sombra, no respondió. Solo lo observaba, como si supiera algo que Martín no era capaz de aceptar.

—Ya no hay salida —fue lo último que escuchó antes de que las luces del restaurante comenzaran a apagarse, una por una, sumiéndolo en una oscuridad total, sofocante. La desesperación lo consumía por dentro, y en la negrura, solo podía escuchar su propia respiración, cada vez más agitada, más rota.

Pero nadie lo escuchaba.

En una sala fría, en el mundo real, Martín yacía en una cama de hospital, murmurando las mismas palabras: "Debo salir de aquí. Tengo que despertar". Un doctor lo observaba en silencio, con una expresión impasible. "Ha estado así desde que lo encontraron en su apartamento", explicó a los estudiantes que lo acompañaban. "Solo repite lo mismo: 'Debo vivir mi vida. Tengo que salir de aquí'."




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