La lluvia caía con fuerza aquella noche, como si el cielo llorara en mi lugar. El ruido de las gotas contra el ventanal era ensordecedor, y aun así, la discusión de mis padres retumbaba más fuerte que la tormenta.
—¡No tenemos otra salida, Laura! —rugió mi padre golpeando la mesa con el puño cerrado.
Me escondí tras la pared, con el corazón apretado en un puño. Desde niña había aprendido a escuchar conversaciones que no debía, a vivir en silencio para no estorbar. Pero aquella noche, presentía que algo mucho peor estaba a punto de ocurrir.
—¡No podemos hacerle esto a nuestra hija! —la voz de mi madre temblaba, quebrándose con un sollozo ahogado—. ¡Es apenas una muchacha!
Contuve la respiración. ¿De qué estaban hablando? ¿De mí? La respuesta llegó demasiado rápido.
—Es la única forma de pagar la deuda —replicó mi padre con voz seca, casi cruel—. Ese hombre ha sido claro: o le damos el dinero… o le damos a nuestra hija.
Un escalofrío me recorrió entera. Las rodillas me flaquearon. Sentí que el mundo bajo mis pies se resquebrajaba en mil pedazos.
¿Yo?
¿Venderme como si fuera un objeto?
Me llevé una mano a los labios para no gritar.
Mi madre lloraba sin consuelo.
—Ella no merece esto… —murmuraba entre sollozos—. Es buena, estudiosa, soñadora. Quería ser escritora…
Las lágrimas me nublaron la vista. Sí, ese era mi único sueño: escribir, crear mundos, inventar finales felices que en la vida real parecían imposibles. Pero jamás imaginé convertirme en protagonista de un cuento tan cruel.
—¡Calla! —gruñó mi padre, con la voz cargada de rabia y desesperación—. No hay elección. Mañana él vendrá por su pago. Y nuestra hija… será ese pago.
Un portazo interrumpió la conversación. El corazón me latía tan fuerte que sentía que iba a salirse de mi pecho.
Quise huir, gritar, correr… pero entonces lo vi.
La entrada del desconocido
La puerta principal se abrió de golpe, dejando entrar un viento helado que apagó las luces del salón por un instante. Un hombre entró, y mi cuerpo entero se paralizó.
Era alto, de hombros anchos y porte imponente. Llevaba un traje negro que parecía hecho a su medida, impecable a pesar de la tormenta. Su cabello oscuro goteaba agua de lluvia, pero sus ojos… sus ojos eran lo más perturbador que había visto en mi vida.
Fríos. Intensos. Como dos pozos de obsidiana que parecían devorar todo a su paso. Se acercó con paso firme, dueño de la situación, como si aquel lugar ya le perteneciera.
—He venido por lo mío —dijo con voz profunda, cada sílaba cargada de autoridad.
Mis padres se levantaron de golpe. Mi madre intentó cubrirme, pero era inútil: sus ojos ya me habían encontrado.
—No… —susurré apenas, retrocediendo un paso.
Sonrió de lado. No era una sonrisa amable, sino una marcada por la soberbia y algo peor: obsesión.
—Así que tú eres la hija… —murmuró, y en ese instante supe que mi vida acababa de cambiar para siempre.
Su amenaza
Mi padre intentó hablar, pero aquel hombre lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Ustedes ya no tienen nada que decir. Ella será mía.
—Por favor… —mi madre se arrodilló, rogando—. Déjela libre. Es solo una niña…
El desconocido inclinó la cabeza, observándola con desdén.
—No soy un monstruo —dijo con calma—. No le haré daño. Pero tampoco la dejaré escapar.
Su mirada volvió a mí. Esa mirada helada me recorrió entera, como si me desnudara sin tocarme. Tragué saliva, sintiendo el cuerpo temblar de miedo.
—¿Qué… qué quiere de mí? —pregunté con voz temblorosa.
Se acercó lentamente, acortando la distancia hasta quedar a un palmo de mí. Su aroma, una mezcla de lluvia, madera y peligro, me envolvió por completo. Levantó mi barbilla con un dedo, obligándome a mirarlo a los ojos.
—Todo —susurró.
El trato sellado
Los minutos siguientes fueron una pesadilla.
Mi padre firmó un contrato que no entendí, mi madre lloraba desconsolada, y yo… yo me quedé de pie, inmóvil, observando cómo mi vida era vendida como si no valiera nada.
Él me tomó de la muñeca con fuerza, como si temiera que escapara, y me arrastró hacia la puerta.
—¡Suéltame! —grité, forcejeando.
Se inclinó hasta rozar mis labios con su voz.
—Te acostumbrarás a mí —dijo con una seguridad escalofriante—. No importa cuánto intentes resistirte. Desde esta noche… eres mía.
El viaje hacia lo desconocido
Me empujó dentro de un auto negro de lujo. El interior olía a cuero y poder. La lluvia golpeaba los cristales, pero dentro reinaba un silencio tenso, solo interrumpido por el latido frenético de mi corazón. No me habló durante varios minutos, solo me observaba de reojo, como si disfrutara mi miedo.
—¿Quién… quién es usted? —me atreví a preguntar al fin.
Giró el rostro hacia mí, sus labios curvándose en una media sonrisa peligrosa.
—Adrián —respondió con voz grave—. Adrián Valenti.
Ese nombre me sonó como una sentencia.
Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas.
—¿Por qué yo? —susurré, con la voz quebrada.
—Porque desde que te vi, supe que no descansaría hasta tenerte. Y lo que quiero… siempre lo consigo.
La mansión
Llegamos a una mansión enorme, iluminada en la penumbra por lámparas doradas. Era hermosa y aterradora a la vez, como un castillo sacado de mis peores cuentos.
Me tomó de la cintura y me obligó a entrar. Todo olía a riqueza, a lujo prohibido. Alfombras rojas, mármoles brillantes, candelabros resplandecientes. Pero para mí no era más que una prisión dorada.
—Este será tu nuevo hogar —dijo con voz firme—. Aquí tendrás todo lo que desees. Todo… menos libertad.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no quise dárselo como triunfo.
—No soy un objeto —repliqué con un hilo de voz.
Él se inclinó hacia mí, tan cerca que sentí su respiración rozando mi cuello.
—Te equivocas, pequeña —susurró con peligro—. Desde hoy eres mi obsesión. Y no pienso compartirte con nadie.