El cañón del arma brillaba bajo la tenue luz de la lámpara. El dedo de Martín temblaba sobre el gatillo, pero su sonrisa era tan estable como el filo de un cuchillo. Adrián no retrocedió ni un paso. Sus ojos oscuros ardían con una determinación que hacía que el aire de la habitación se volviera irrespirable.
—¿Crees que puedes arrebatarme lo único que me pertenece? —su voz retumbó como un trueno contenido—. Te juro que preferiría morir antes que entregarla.
—Entonces muere, Valenti. —La risa de Martín me heló la sangre.
El disparo retumbó.
El sacrificio
Todo pasó en una fracción de segundo. Un fogonazo iluminó la habitación, el estruendo me ensordeció y el olor a pólvora se mezcló con el de la humedad y el miedo. Mi grito rasgó la noche.
—¡Adrián!
Lo vi caer de rodillas, su traje negro tiñéndose de rojo. El impacto lo había alcanzado en el costado. Martín sonrió con triunfo, pero ese gesto se borró en cuanto Adrián se levantó de golpe, tambaleante, sus manos manchadas de sangre, su mirada más fiera que nunca.
—Te lo advertí —jadeó, con los labios curvándose en una sonrisa peligrosa—. No pienso caer solo.
Se abalanzó contra Martín con la fuerza de un animal herido pero indomable. El arma cayó al suelo tras un golpe brutal, y ambos hombres rodaron por la habitación en una lucha despiadada.
Entre el amor y la desesperación
Yo corrí hacia ellos, pero alguien me sujetó del brazo y me arrastró hacia atrás.
—¡Laura, no! —era Julián. Había llegado tras seguir las huellas de los autos, empapado por la lluvia, su rostro marcado por la desesperación—. ¡No te acerques!
—¡Está herido! —grité, intentando soltarme—. ¡Va a morir si no lo detengo!
—¡Y si te acercas, tú también! —sus ojos me taladraron, suplicantes—. Déjalos destruirse el uno al otro. ¡Ese no es el hombre que necesitas!
Las lágrimas me cegaban. Mi corazón latía tan fuerte que dolía. Adrián recibió un puñetazo en la mandíbula, pero no se detuvo. Sujetó a Martín por el cuello, susurrándole con voz venenosa:
—Te voy a arrancar las manos por haberla tocado.
Martín forcejeó con rabia.
—Eres un iluso, Valenti. Ella nunca será tuya.
Los dos se levantaron a trompicones, como bestias sedientas de sangre, y la lucha continuó.
El dilema
Me solté de Julián con un empujón desesperado.
—¡No puedo quedarme mirando!
Corrí hacia Adrián justo cuando Martín lo empujaba contra la pared. Vi el filo de un cuchillo brillar en su mano, directo al pecho de Adrián. Sin pensarlo, me lancé entre ambos.
—¡Basta!
Martín se detuvo a un centímetro de mi cuerpo, la hoja rozando mi piel. Sus ojos se abrieron con sorpresa, y Adrián rugió como una fiera.
—¡Aléjate de ella!
Lo apartó con una fuerza brutal y el cuchillo salió volando. Martín cayó al suelo, jadeando, con el rostro desencajado.
Adrián me tomó por los hombros, sacudiéndome.
—¿Estás loca? ¡Pudiste haber muerto!
Mis lágrimas se mezclaron con la sangre que manchaba su traje.
—¿Y qué? —susurré, con voz rota—. ¡Ya no puedo soportar verlos destruirse por mí!
Él me miró fijamente, su respiración entrecortada. Y entonces, contra todo lo que esperaba, su frente se apoyó contra la mía.
—Prefiero desangrarme mil veces —murmuró con un hilo de voz— antes que verte en brazos de otro.
Martín se incorporó de golpe, tambaleante, y rió con un tono perturbador.
—No importa lo que digas o hagas, Valenti. Ella ya está marcada.
Fruncí el ceño, confundida.
—¿Qué… qué quieres decir?
Él sonrió con malicia.
—¿De verdad crees que Valenti es tu único verdugo? Yo no vine solo, Laura. Otros también la quieren. Tú eres más valiosa de lo que imaginas.
Adrián lo sujetó por el cuello, al borde de la locura.
—Habla, maldito.
—Ya es tarde —rió Martín, sus ojos brillando con una extraña satisfacción—. Pronto vendrán por ella. Y ni tú, ni nadie, podrá detenerlos.
Un ruido proveniente del exterior interrumpió la escena: motores acercándose, llantas derrapando sobre el barro. Varios vehículos rodeaban la casa.
Adrián lo comprendió al instante.
—No eran solo por ti… —murmuró, apretando la mandíbula.
La huida
—¡Tenemos que salir de aquí! —me gritó Julián, sujetando mi mano.
Pero Adrián me arrancó de su agarre de un tirón.
—No. Ella viene conmigo.
—¡No puedes decidir por ella! —replicó Julián, con los ojos encendidos—. ¡Ella merece libertad!
Adrián lo fulminó con la mirada, su rostro manchado de sangre y dolor.
—Prefiero verla muerta en mis brazos que libre en los tuyos.
Mis labios temblaron. El corazón se me desgarraba en mil pedazos. ¿Cómo podía elegir entre el hombre que quería protegerme y el hombre que me estaba destruyendo, pero al mismo tiempo me hacía sentir viva como nunca?
Los vidrios de la ventana estallaron. Sombras armadas comenzaron a entrar.
—¡Ahora! —rugió Adrián, arrastrándome hacia la salida trasera.
Entre cadenas invisibles
Corrimos por un pasillo oscuro. Mis pies descalzos resbalaban, pero la fuerza de su mano sujetando la mía me mantenía en pie. Julián corría detrás, discutiendo con los guardaespaldas que bloqueaban el paso.
Adrián me empujó contra una pared, sus labios rozando mi oído.
—No importa lo que pase, Laura. No me dejes. Si me dejas… te juro que jamás volverás a ver la luz.
Sus palabras me atravesaron como cuchillas, pero también me hicieron arder por dentro. ¿Qué clase de hechizo tenía ese hombre?
—Estás loco —susurré, temblando.
Él me miró fijamente, sus ojos devorándome.
—Loco por ti.
Sus labios se estamparon contra los míos en un beso áspero, posesivo, que me arrancó el aire. Y lo peor fue que mis manos, en lugar de apartarlo, se aferraron a su camisa ensangrentada como si necesitara ese contacto para sobrevivir.