El pasillo resonaba con el eco de disparos y botas pesadas. Los hombres armados irrumpían como sombras, devorando cada rincón de la casa. El humo del polvo y la pólvora se mezclaba con mi respiración entrecortada.
Adrián me sostenía con fuerza, sus brazos firmes como cadenas invisibles alrededor de mi cuerpo. Su sangre aún manchaba mi vestido, caliente, espesa. Su mirada era la de un depredador arrinconado, dispuesto a matar para sobrevivir.
—No sueltes mi mano —ordenó con voz baja, pero cargada de furia.
Intenté hablar, pero antes de poder hacerlo, Julián se interpuso frente a nosotros, bloqueando el camino.
—No la llevarás a otra cárcel —dijo, con el rostro endurecido— ¡No dejaré que la arrastres contigo otra vez!
El corazón me golpeó con violencia. Adrián se tensó, sus ojos oscureciéndose como la tormenta.
—¿Cárcel? —replicó con una sonrisa torcida—. ¿Eso crees que es mi amor? Ella está viva gracias a mí.
—No lo llamemos amor —replicó Julián con rabia contenida—. Lo tuyo es obsesión, es control, es miedo.
—Y aun así —dijo Adrián, con un tono venenoso—, ella no te ha elegido a ti.
Sus ojos se clavaron en mí como cuchillas. Mi cuerpo entero tembló bajo esa mirada, atrapada entre dos fuerzas que me desgarraban.
El choque de mundos
Las sombras de los hombres desconocidos se acercaban más, pero ni Adrián ni Julián retrocedían. El mundo podía desmoronarse afuera, pero para ellos solo existía este triángulo mortal.
—Laura —susurró Julián, con una súplica en su voz—, no lo escuches. Vienes conmigo. Prometo que nunca más tendrás que vivir con miedo.
Su voz me estremeció; era la voz de la seguridad, de la dulzura, de todo lo que siempre había querido. Pero entonces Adrián se inclinó, sus labios rozando mi oído con un susurro ardiente:
—Promesas huecas. Él no sabe lo que eres. Yo sí. Yo soy el único capaz de soportar la oscuridad que llevas dentro.
Tragué saliva, las lágrimas quemando mis mejillas. ¿Qué oscuridad? ¿Qué quería decir? ¿Por qué mis emociones se enredaban tanto cuando me miraba?
—No juegues con ella —espetó Julián, avanzando— ¡Basta de manipularla!
Adrián soltó una carcajada seca, peligrosa.
—¿Manipular? No, Julián. Yo no necesito mentirle. Ella lo siente. Lo niega, pero lo siente.
Mi corazón se aceleró. Las piernas me flaquearon. Julián me miró, dolido, como si esas palabras fueran cuchillos.
Entre la espada y la pared
Un estallido sacudió las paredes. Los hombres desconocidos rompían las ventanas, sus voces llenando la casa. El tiempo se acababa.
—¡Tenemos que salir! —gritó Julián.
Adrián me alzó en brazos con un gesto autoritario.
—Nos vamos —dijo con voz firme.
—¡No! —Julián bloqueó la salida, su cuerpo herido pero firme—. ¡Ella no es un objeto para arrastrar a tu antojo!
El choque fue inevitable. Adrián me dejó en el suelo y se abalanzó contra él. Los dos hombres chocaron como toros en un campo de batalla, sus cuerpos golpeando las paredes, su rabia desbordándose. Intenté detenerlos.
—¡Basta! ¡Por favor!
Pero mis palabras eran viento en medio de la tormenta.
Julián golpeó a Adrián en la mandíbula. Adrián contraatacó, sujetando su cuello y empujándolo contra la pared. El odio en sus ojos era tan intenso como el amor que juraba sentir por mí.
—Ella es mía —gruñó Adrián, apretando más.
—¡No lo es! —replicó Julián, con la voz entrecortada—. ¡Ella tiene derecho a elegir!
Un instante de debilidad
Me lancé hacia ellos, con lágrimas resbalando por mis mejillas.
—¡Deténganse!
Adrián aflojó apenas el agarre, mirándome. Sus labios se curvaron en una sonrisa oscura.
—¿Ves? Ella no soporta verte caer. Eso significa que ya me eligió a mí.
—¡No! —exclamé, desesperado— ¡Eso no significa nada!
Pero en el fondo, ¿a quién engañaba? Mi corazón latía desbocado por Adrián tanto como por Julián. La contradicción me estaba destrozando. Julián logró apartarlo de un empujón, su respiración entrecortada.
—Laura, no permitas que te arrastre más.
Yo abrí la boca para responder, pero entonces los hombres desconocidos irrumpieron en el pasillo. Sombras armadas, rostros cubiertos, voces graves.
—Entreguen a la chica —ordenó uno de ellos.
Adrián se adelantó como un león dispuesto a defender su territorio.
—Tendrán que arrancármela de las manos.
Julián se puso frente a mí, extendiendo un brazo.
—Tendrán que pasar por encima de mí primero.
La tormenta interna
Los hombres avanzaban. Yo estaba atrapada entre Adrián y Julián, los dos dispuestos a arriesgarlo todo. Mi cuerpo temblaba, mis pensamientos eran un torbellino.
Adrián me miró de reojo, con los ojos ardiendo.
—Laura, quédate conmigo y vivirás.
Julián me susurró, con la voz rota:
—Confía en mí y serás libre.
Dos promesas, dos caminos imposibles. Y en medio de todo, el eco de las botas acercándose.
El beso robado
De pronto, Adrián me sujetó de la cintura y, sin darme opción, me besó. Fue un beso desesperado, posesivo, lleno de rabia y deseo. Mis manos empujaron su pecho, pero mi corazón ardió con un fuego que no podía apagar.
—¡Suéltala! —rugió Julián, empujándolo con violencia.
El beso se rompió, y Adrián sonrió con soberbia, con la sangre aún corriendo por la comisura de sus labios.
—¿Lo ves? —dijo, mirándolo fijamente—. Ella tiembla porque me pertenece.
—Ella tiembla porque la estás destruyendo —replicó Julián.
Yo cubrí mi rostro con las manos, llorando. El beso me había robado el aire, pero también una parte de mí que nunca pensé entregar.
La batalla inevitable
Los hombres armados se lanzaron hacia nosotros. El pasillo se convirtió en un caos de golpes, disparos y gritos. Adrián peleaba como una bestia, derribando a uno tras otro a pesar de su herida. Julián luchaba con la misma fuerza, protegiéndome con cada movimiento.