Prisionera De Su Obsesión

La bala entre dos amores

El sonido del disparo aún vibraba en mis oídos.
El eco se extendió por las paredes como un trueno que parecía no terminar nunca. El tiempo se detuvo. El humo del arma flotaba en el aire. El mundo entero quedó suspendido.

Y entonces lo vi. La sangre. Una línea carmesí descendiendo lentamente por un rostro que no debería haber sangrado nunca.

—¡Julián! —grité, mi garganta desgarrándose.

Él tambaleaba, sus ojos abiertos de par en par, el impacto en su hombro derecho lo había hecho retroceder contra la pared. Su respiración era agitada, pero seguía de pie, luchando contra el dolor con la fuerza de un hombre que jamás se rendiría.

—Estoy bien —jadeó, intentando sonreírme—. Solo… solo es un rasguño.

Pero yo lo vi. La sangre no paraba. Su camisa estaba empapada. Mi corazón se quebró.

La furia de Adrián

Adrián rugió como una bestia acorralada. Sus ojos, oscuros y encendidos, se fijaron en el hombre que había disparado.

—Te voy a matar.

No fue una amenaza. Fue una sentencia. Se lanzó contra él, a pesar de su propia herida abierta. Cada golpe de sus puños era rabia pura, cada embestida era un recordatorio de lo peligroso que era enfrentarse a Adrián Valenti cuando alguien tocaba lo que era suyo. Yo intenté correr hacia Julián, pero Adrián me sujetó de la muñeca justo antes de derribar al enmascarado al suelo.

—Quédate detrás de mí —ordenó, su voz grave, implacable.

Lo miré, temblando. ¿Cómo podía pensar en protegerme cuando estaba al borde de la locura?

—¡No soy tu escudo! —le grité, con lágrimas resbalando por mis mejillas—. ¡Yo no soy tuya!

Él me miró entonces, y sus ojos brillaron con algo más que furia. Dolor. Miedo. Amor envenenado.

—Ya eres mía —susurró, como si lo dijera para convencerse a sí mismo—. Aunque intentes negarlo, aunque quieras escapar, no puedo dejarte ir.

La súplica de Julián

—Laura… —la voz de Julián me hizo girar de inmediato. Su rostro estaba pálido, sus labios temblaban, pero sus ojos seguían buscándome— No lo escuches. No dejes que te encadene más.

Corrí hacia él, ignorando los gritos y el caos alrededor. Mis manos temblorosas intentaron detener la sangre de su herida.

—No hables —susurré—. Estás perdiendo mucha sangre.

Él me tomó la mano, débil, pero con una fuerza que me conmovió.

—Prométeme… prométeme que escribirás de nuevo. Que no dejarás que ninguno de los dos te robe tus palabras.

Mis lágrimas cayeron sobre su rostro.

—Julián… yo…

Adrián nos arrancó de ese instante.

—¡Basta! —gruñó, apartándome con brusquedad y tomando a Julián por la camisa, levantándolo con violencia a pesar de su herida—. Ella no necesita tus promesas baratas. Ella ya tiene lo que necesita: a mí.

—Lo único que necesita es libertad —jadeó Julián, con la voz rota— Algo que tú nunca podrás darle.

Adrián apretó más, su rostro a centímetros del suyo.

—La libertad no la salvará cuando todos quieran destruirla. Yo sí.

La confesión de Laura

No soporté más. Me interpuse entre ambos, con el corazón latiendo desbocado.

—¡Ya basta! —mi voz retumbó, quebrada pero firme—. No pueden seguir peleando por mí como si fuera un objeto.

Los dos me miraron, sorprendidos.

—Yo tenía sueños —continué, con lágrimas cayendo—. Soñaba con escribir historias, con vivir de mis palabras. Pero ustedes dos… —mi voz se cortó— ustedes me convirtieron en protagonista de una historia que nunca quise.

El silencio fue absoluto. Adrián aflojó el agarre sobre Julián. Julián me observaba con un dolor tan intenso que casi podía sentirlo en mi piel.

—Quiero volver a ser yo —susurré—. No la prisionera de tu obsesión ni la niña de tus recuerdos. Quiero ser Laura.

Antes de que alguno pudiera responder, un estruendo sacudió la casa. Más hombres enmascarados irrumpieron por las ventanas, sus armas apuntando hacia nosotros. El líder levantó la voz.

—La chica viene con nosotros. Valenti, Hyun, retrocedan.

El nombre Hyun me golpeó de lleno. Era el apellido de Julián. Ellos también sabían quién era él. Adrián me empujó detrás de su cuerpo, su sangre aún goteando pero su mirada más feroz que nunca.

—Tendrán que matarme primero.

Julián, tambaleante pero aún firme, se colocó a mi otro lado.

—Si quieren tocarla, tendrán que pasar por encima de mí.

Yo quedé en medio de los dos, temblando. Una parte de mí quería correr. Otra, quedarse y gritar. Otra, llorar hasta quedar vacía. Pero mis manos, casi sin pensar, buscaron papel y lápiz en los bolsillos de mi chaqueta. Lo único que encontré fue un trozo de servilleta arrugada. Y ahí, con la tinta corrida de mis lágrimas, escribí una sola frase temblorosa:

Quiero ser libre.

La apreté contra mi pecho como si fuera mi última defensa.

El enfrentamiento

Los hombres dispararon. El pasillo se llenó de caos, de humo, de gritos. Adrián peleaba como un demonio, derribando a uno tras otro con una fuerza imposible. Julián, a pesar de su herida, golpeaba, bloqueaba, luchaba con el alma. Yo retrocedí hasta la pared, observando la escena como si el mundo se deshiciera frente a mis ojos.

Y comprendí una verdad cruel: No importaba a quién eligiera. Siempre iba a perder algo.
Mis sueños. Mi libertad. O mi corazón.

De pronto, una de las sombras me sujetó por detrás, su cuchillo frío contra mi cuello.

—Basta —dijo con voz grave—. Un movimiento más y la chica muere.

Todo se detuvo. Adrián se quedó paralizado, sus ojos desorbitados clavados en mí. Julián cayó de rodillas por la pérdida de sangre, su mano extendida hacia mí. El hombre acercó más la hoja a mi garganta.

—Tienen una última oportunidad: elijan quién vive y quién muere.

El silencio fue insoportable. Adrián dio un paso al frente, sus labios curvados en una sonrisa oscura y peligrosa.




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