El filo del cuchillo estaba tan cerca de mi piel que podía sentir la presión en la garganta. Un solo movimiento, un error mínimo, y mi sangre sería la que tiñera el suelo. El hombre que me sujetaba parecía de piedra: su respiración era pausada, sus brazos firmes, su voz helada.
—Si alguien da un paso más, ella muere.
El silencio que siguió fue peor que los disparos. Adrián estaba quieto, con el rostro manchado de sangre, sus puños cerrados con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Sus ojos eran brasas oscuras, llenas de un odio tan intenso que me heló hasta los huesos.
—Bájala —dijo con un tono grave, bajo, pero cargado de amenaza—. O juro que no quedará nada de ustedes cuando termine esta noche.
Julián, arrodillado por la pérdida de sangre, levantó apenas la mano hacia mí. Su rostro estaba pálido, sus labios temblaban, pero sus ojos… sus ojos estaban fijos en los míos, y allí vi ternura, miedo y amor.
—Laura… —susurró, apenas un hilo de voz—. No lo escuches. No lo permitas.
La parálisis del corazón
El arma blanca seguía presionando.
Mi respiración se cortaba en cada jadeo.
¿Así terminaría mi historia?
¿Siendo la protagonista de una tragedia escrita por otros, sin una sola línea mía en ella?
Recordé mis cuadernos. Las servilletas llenas de palabras garabateadas. La ilusión de publicar, de tener un libro con mi nombre. Ese sueño parecía tan lejano que me dolía. Y ahora estaba aquí, convertida en trofeo de dos hombres que decían amarme y de enemigos que me trataban como si fuera mercancía. Las lágrimas me nublaron la vista.
El enfrentamiento
Adrián dio un paso al frente.
El cuchillo presionó más. Sentí un hilo de sangre recorrer mi cuello.
—¡No te muevas! —rugió el enmascarado.
Adrián sonrió. Fue una sonrisa oscura, peligrosa, la de un hombre que había cruzado todas las fronteras de la cordura.
—¿Crees que voy a detenerme? —murmuró, con la voz cargada de furia—. Si la tocas, incendiaré este maldito lugar con todos ustedes dentro.
El hombre lo miró sin inmutarse.
—Entonces perderás lo único que dices amar.
Julián tosió, apenas incorporándose con el poco aire que le quedaba.
—Adrián… no empeores las cosas.
—¿Empeorarlas? —Adrián giró hacia él con rabia—. ¡Tú no entiendes nada! Ella es mía. No puedo dejarla ir.
—Eso no es amor —jadeó Julián, con lágrimas en los ojos—. Eso es tu miedo de estar solo.
El dilema de Laura
Sus palabras me atravesaron como cuchillos.
¿Y si tenía razón? ¿Y si lo que Adrián sentía no era amor, sino miedo a perder lo único que lo hacía sentir vivo?
Pero… ¿qué había entonces en la manera en que me había protegido? ¿En la forma en que se había interpuesto entre la bala y mi cuerpo?
Mis labios temblaban.
—Basta… —susurré—. No quiero seguir viviendo en medio de esta guerra.
Los dos me miraron al mismo tiempo.
—Laura… —dijo Julián, con voz temblorosa—. Si tienes que elegir, elige vivir. Elige tus palabras. Elige tu libertad.
—No —replicó Adrián, con un destello de locura en sus ojos—. Elige a alguien que esté dispuesto a destruir el mundo por ti.
El cuchillo seguía en mi cuello. Y yo sabía que debía decir algo. Algo que podía cambiarlo todo. De pronto, uno de los hombres armados irrumpió por detrás y dijo:
—El tiempo se acabó. Si no entregan a la chica… disparamos a los dos.
Adrián soltó una carcajada seca, oscura.
—Adelante. Pero recuerda: si caigo, me los llevo conmigo.
Julián alzó la voz, aunque apenas podía mantenerse de pie.
—¡No! ¡No la maten! ¡Yo iré en su lugar!
Todos se giraron hacia él. El enmascarado arqueó una ceja.
—¿Tú?
—Sí. —Julián se puso de pie tambaleante, pero firme—. Déjenla ir y me llevan a mí.
Yo sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos.
—¡No! —grité—. ¡No, Julián!
Adrián rugió, furioso.
—¡Cállate, idiota! Ella no irá a ningún lado, y tú menos.
La ruptura
Mi garganta ardía. Mis palabras salieron entre sollozos.
—¡Basta! ¡Dejen de decidir por mí!
Todos me miraron, sorprendidos.
—Quiero escribir mi propia historia —dije, con las lágrimas cayendo como ríos—. Y si voy a morir esta noche… será con mis palabras, no con las suyas.
El cuchillo se apartó apenas un centímetro, confundido por mi declaración.
—¿Qué dices? —preguntó el enmascarado.
—Que no soy un premio. Ni un botín. Ni una prisionera. —Mi voz tembló, pero cada palabra ardía—. Soy Laura, y lo único que quiero es volver a escribir.
Adrián me miraba como si se quebrara por dentro. Julián, con lágrimas en los ojos, me sonrió débilmente. Pero no hubo tiempo para más. El cuchillo volvió a mi cuello. El hombre me susurró con voz helada:
—Entonces escribe tu final, niña.
El arma se levantó, apuntando directo a Adrián.
Mis gritos se mezclaron con los de Julián. El disparo retumbó. Y vi cómo Adrián, con los ojos aún fijos en mí, caía de rodillas, la sangre brotando de su pecho.
—¡Nooooo! —mi grito desgarró la noche