Abrí los ojos lentamente. El mundo me giraba, la cabeza me pesaba, y lo primero que sentí fue el olor: a madera, a tierra húmeda y a humo apagado. Un techo de vigas viejas se alzaba sobre mí. Estaba en una cama estrecha, envuelta en sábanas ásperas, en una habitación pequeña iluminada apenas por la luz temblorosa de una lámpara de queroseno.
—¿Dónde… estoy? —mi voz salió ronca, débil, como si me perteneciera a otra persona.
Me incorporé con dificultad, y fue entonces cuando los vi.
A un lado de la habitación, sentado en una silla, estaba Julián. El vendaje en su hombro era grueso, sus ojos estaban rojos de cansancio, pero aún brillaban con esa luz cálida que siempre me hacía sentir segura.
Al otro lado, recostado en una poltrona improvisada, estaba Adrián. Su camisa estaba abierta, mostrando los vendajes ensangrentados en su pecho. Sus ojos oscuros se abrieron apenas me escuchó, y un destello de alivio se mezcló con su expresión severa.
—Laura… —murmuraron los dos al mismo tiempo.
Mi corazón se detuvo. Estaba atrapada en el mismo espacio con ambos.
El reencuentro
—¿Qué pasó? —pregunté, llevándome la mano a la frente.
—Te desmayaste después del último disparo —respondió Julián, con voz baja—. Te trajimos aquí, a una cabaña fuera de la ciudad. Por ahora, estamos a salvo.
—A salvo —repitió Adrián, su tono cargado de ironía—. Nadie está a salvo mientras ellos nos sigan buscando.
Lo miré, confundida.
—¿Ellos? ¿Quiénes son?
Su silencio fue la única respuesta. Julián bajó la mirada, y comprendí que ninguno quería decirme la verdad aún.
La tensión se podía cortar con un cuchillo.
El triángulo que arde
Adrián se incorporó, tambaleante pero con la misma autoridad de siempre. Caminó hasta mí y, sin pedir permiso, apoyó su mano vendada sobre mi rostro.
—Pensé que te perdía —susurró, su voz quebrándose por un instante.
Un nudo se formó en mi garganta. Sus ojos oscuros me devoraban, y aunque quise apartarlo, mi cuerpo temblaba bajo su contacto.
—Ella no necesita esto —la voz de Julián interrumpió, cargada de firmeza— No la presiones más.
Adrián giró hacia él, sus labios curvándose en una sonrisa peligrosa.
—¿Y qué necesita? ¿Tus promesas de libertad? ¿Tus sueños de papel?
—Sí —replicó Julián con rabia—. Eso es exactamente lo que necesita. Poder escribir, decidir, respirar. Algo que tú nunca le darás.
Mi corazón latía tan fuerte que dolía. Los dos estaban frente a mí, enfrentados, cada uno reclamando lo que creía que yo era. Yo cerré los ojos, con lágrimas cayendo.
—Déjenme hablar…
Ambos se callaron de inmediato.
La confesión de Laura
—Estoy cansada —dije, con la voz quebrada—. Cansada de ser un premio, un botín, una posesión. Tenía sueños, ¿saben? Soñaba con escribir historias, con ser dueña de mi vida. Pero aquí estoy, atrapada entre cadenas y promesas.
Adrián me miraba con una mezcla de dolor y rabia. Julián, con tristeza infinita.
—No quiero que decidan por mí —continué—. No quiero que mi historia la escriban otros. Quiero ser yo.
Mi voz se quebró, y el silencio que siguió fue sofocante.
El acercamiento de Julián
Julián dio un paso hacia mí.
—Laura… yo lo único que quiero es devolverte eso. Que vuelvas a ser tú. Te prometo que si confías en mí, escribirás de nuevo.
Su mano rozó la mía, cálida, segura, como si me ofreciera un refugio. Mi corazón se estremeció.
—Yo… —balbuceé, pero entonces Adrián se levantó con dificultad, su cuerpo temblando por la herida.
—¿Refugio? —se burló con amargura—. No necesita refugio. Necesita alguien que no tiemble cuando el mundo arda.
Me tomó del brazo y me obligó a mirarlo.
—Y ese soy yo.
La tensión emocional
Mis lágrimas corrían.
—No soy un campo de batalla —grité—. No pueden seguir peleando como si yo fuera un trofeo.
Adrián bajó la mirada, sus labios apretados. Julián se apartó, con el rostro lleno de dolor.
El silencio se alargó, hasta que Adrián susurró:
—No puedo dejarte ir.
—Y yo no puedo obligarte a quedarte —replicó Julián, mirándome con ternura—. Solo puedo pedirte que elijas.
Mi respiración se cortó. ¿Elegir? ¿Cómo elegir entre las cadenas ardientes de Adrián y la libertad prometida de Julián?
De pronto, un golpe fuerte retumbó en la puerta de la cabaña.
—¡Están aquí! —exclamó Julián, llevándose la mano al hombro herido.
Adrián maldijo en voz baja, sus ojos oscuros brillando con furia.
—Lo sabía.
Yo me quedé helada. No habíamos escapado. No había refugio. El golpe se repitió, más fuerte. Y entonces una voz grave, del otro lado de la puerta, dijo:
—Entréganos a la chica y nadie más saldrá herido.
Adrián se giró hacia mí, con la mirada más feroz que jamás había visto en él.
—Que intenten tocarte… —murmuró—. Les juro que morirán todos.
Julián me tomó la mano, su voz temblando.
—Laura, escucha. Tienes que elegir ahora. ¿Quieres huir conmigo, aunque signifique dejarlo atrás… o quedarte con él y enfrentar el infierno?
Mi corazón se detuvo. El golpe en la puerta se hizo aún más fuerte. Mis lágrimas nublaron mi vista. Y mi voz, temblorosa, apenas salió:
—Yo…
La puerta se abrió de golpe. Y todo quedó en sombras.