El viento movía las copas de los árboles como si alguien respirara sobre el bosque. Las antorchas de las figuras encapuchadas dibujaban círculos de luz sobre la hierba húmeda. Yo estaba en medio, con el corazón en la garganta, sintiendo que algo por fin iba a romperse.
—Míralos bien, Laura —dijo el hombre de la cicatriz—. Fueron testigos de la noche en que Isabella cayó. Ellos saben lo que hicieron Valenti y Hyun.
Las capuchas comenzaron a caer. Eran rostros humanos: ancianos, mujeres, un joven, un guardia retirado, una enfermera. Eran del pueblo. Los que habían callado demasiado tiempo.
La primera en hablar fue Rosa, la ama de llaves:
—Vi a Isabella correr esa noche. Lloraba. Adrián la alcanzó en la baranda. La sujetó, pero dudó… y entonces cayó.
Adrián se adelantó con rabia:
—¡No la solté! ¡La agarré!
El guardia, Garrido, continuó:
—Vi a Julián llegar después. Llamó a la ambulancia… pero nunca llegó. El padre de Valenti ordenó que no se avisara a la policía.
La enfermera, Amelia, dijo con voz firme:
—Atendí a Isabella días antes. Estaba embarazada. Tenía miedo. Decía que alguien quería “corregir su vida”.
Mis piernas temblaban. No sabía si gritar o llorar.
Entonces habló el herrero, Esteban:
—Dos días después de la caída me llamaron para cambiar la baranda. No estaba rota por el golpe: estaba cerrada.
El joven, con la mirada baja, murmuró:
—Yo vendí una sierra esa tarde. Pagaron en efectivo. Me pidieron que no preguntara nombres.
Un murmullo heló el claro. El hombre de la cicatriz sonrió.
—¿Lo ves, Laura? No fue solo un accidente. Hubo manos. Hubo decisiones. Hubo culpas compartidas.
Yo caí de rodillas ante la tumba, con el corazón hecho pedazos.
—¿Y tú…? —pregunté al hombre de la cicatriz.
—Vi. —Su voz fue un hilo de acero—. Vi a Adrián dudar. Vi a Julián llorar. Vi a los hombres de la colina llevarse el cuerpo antes de que nadie llegara.
Sentí que me arrancaban el alma. Y entonces, Rosa soltó lo que nadie esperaba:
—La vi tendida, sí… pero no estaba muerta cuando la subieron a la camioneta. Aún respiraba.
El aire se cortó en seco. La tumba de Isabella podría no guardar un cuerpo. Su muerte quizá fue una mentira.
No lloren por un ataúd… lloren por la verdad que aún respira bajo la tierra.
La tumba sin cuerpo
Ordené con voz temblorosa pero firme:
—Abran la tumba.
Adrián quiso detenerme, Julián trató de protegerme, pero no me moví. Esteban, el herrero, trabajó con palanca y manos firmes. La losa cedió. Dentro apareció el féretro. Lo abrimos.
No había un cuerpo. Solo una caja de metal con una cinta roja. Dentro, un manojo de cartas. La primera estaba dirigida:
Para la mujer que venga después de mí.
No confíes en tumbas sin cuerpos.
No me caí: me soltaron.
No morí: me escondieron.
Si estás en su red, corre.
Isabella.
Mis lágrimas caían como lluvia. Julián sollozaba. Adrián bajó la cabeza, avergonzado.
Seguí leyendo otra carta:
Mi hijo no puede nacer aquí. Me voy a esconder. Si un hombre de cicatriz te trae a mi tumba, dile que no me busque. No me maten otra vez con sus guerras.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Isabella había sobrevivido. Y había huido con su hijo. El hombre de la cicatriz me observó fijo.
—¿Ves ahora por qué estoy aquí?
La lluvia caía más fuerte. Y en ese instante, un disparo atravesó el aire. Garrido cayó herido. Voces metálicas retumbaron desde el bosque:
—Entréguennos a la chica.
Adrián palideció. Julián se puso frente a mí. Yo no entendía nada. El altavoz rugió otra vez:
—Valenti, hijo… no cometas el mismo error dos veces.
El mundo se detuvo. Adrián susurró, temblando de rabia:
—Es… mi padre.
El padre de Adrián aparece desde las sombras, reclamando a Laura y demostrando que estuvo detrás de la tragedia de Isabella.
La tumba estaba vacía… pero la verdadera muerte venía hacia mí con el apellido Valenti.