La lluvia caía sin piedad sobre el bosque. Cada gota golpeaba mi piel como un recordatorio cruel de que estaba atrapada en un destino que jamás había elegido. Pero cuando Adrián me sujetó de la muñeca con esa fuerza como si de verdad pudiera fundirnos en un solo ser, comprendí que no había escapatoria posible.
Él estaba frente a mí, con el rostro empapado, los cabellos oscuros pegados a su frente, y esa mirada ardiente que siempre me ataba más que cualquier cadena. Sus ojos, negros y profundos como pozos infinitos, me buscaban con la intensidad de quien se ahoga y solo encuentra oxígeno en una única persona.
—Laura —su voz fue un trueno bajo, desgarrado y ardiente—. Si vuelves a mirar atrás, si dudas de mí ahora… me pierdo. Para siempre.
Sentí un estremecimiento recorrerme. Mi corazón quería gritarle que sí, que confiaba, que lo amaba con toda mi alma… pero mi mente aún me recordaba todo lo que había escuchado esa noche: las voces que hablaban de Isabella, de culpas, de secretos, de tumbas vacías.
—No sé en quién confiar —susurré, con lágrimas deslizándose entre la lluvia—. Todo se derrumba a mi alrededor, y tú… tú eres parte de ese pasado que me hiere.
Adrián respiró hondo, su pecho se levantó y volvió a caer como si contuviera tormentas dentro. Se acercó aún más, hasta que nuestras respiraciones se confundieron. Su mano, firme y temblorosa al mismo tiempo, acarició mi rostro con brusquedad, apartando un mechón empapado que me cubría los ojos. Me obligó a mirarlo. No había espacio para escapar.
—No tienes que confiar en mí —murmuró, su voz áspera y al mismo tiempo cargada de dolor—. Solo tienes que sentir lo mismo que yo siento.
Y sin darme más tiempo, su boca tomó la mía. Fue un beso salvaje, desesperado, lleno de todo lo que había callado durante meses. Había culpa, había rabia, había obsesión, pero también había un amor tan intenso que me arrancó un gemido ahogado. Sus labios eran fuego en medio de la tormenta, su lengua buscaba la mía como un naufragio buscando tierra firme.
Al principio intenté resistirme, mis manos se cerraron sobre su pecho como queriendo apartarlo. Pero pronto, esa fuerza que me quemaba, que me desgarraba, me arrastró por completo. Mis dedos, débiles, terminaron aferrándose a su camisa empapada. Podía sentir cada latido de su corazón golpeando contra mí, cada herida de su cuerpo temblando bajo mi tacto.
El mundo desapareció. Ya no existía el bosque, ni la tumba, ni el eco de voces enemigas. Solo él. Solo nosotros dos, perdidos en un abismo de deseo que ardía más que el fuego que habíamos dejado atrás.
—Eres mía —jadeó contra mis labios, sin dejar de besarme con una intensidad feroz— No importa lo que el pasado diga. No importa lo que Julián prometa. No importa quién intente arrebatármelo. Eres mía, Laura, y no voy a soltarte nunca.
Su voz era un juramento, una cadena, una condena y un refugio al mismo tiempo. Cada palabra me atravesaba como un hierro candente. Y aunque una parte de mí quería gritarle que no, que debía elegir, otra parte más profunda, más instintiva, se derrumbaba en sus brazos y lo abrazaba con la misma desesperación con que él me amaba.
Sus labios descendieron a mi cuello, trazando un camino ardiente mientras sus manos me sujetaban con fuerza por la cintura, apretándome contra él como si quisiera borrarme dentro de su cuerpo. La lluvia se confundía con mis lágrimas, y mi piel ardía bajo cada roce, bajo cada susurro de su boca.
—No escaparás de mí —susurró entre besos, su voz ronca y posesiva—. Puedes odiarme, puedes gritarme, pero no podrás negarme. Porque yo vivo en tu corazón.
—Adrián… —mi voz salió entrecortada, suplicante y rendida al mismo tiempo—. No puedo… no puedo dejar de amarte.
Él levantó el rostro, sus ojos brillaban como brasas.
—Entonces no lo intentes. No lo arruines con dudas. Dame lo que siento en tu mirada cada vez que me rehúyes.
Y volvió a besarme, más despacio esta vez, más profundo, como si con cada roce quisiera grabarse en mi alma. Su lengua acarició la mía en un ritmo lento, intoxicante. Sus manos recorrieron mi espalda con un dominio feroz, marcando territorio, recordándome que era suya. Y lo peor… lo peor era que yo también lo sentía. Yo también lo deseaba con la misma locura.
Mis dedos se enredaron en su cabello empapado, atrayéndolo más hacia mí. Nuestras bocas se devoraban con hambre, como si el tiempo fuera a acabarse esa misma noche. Cada beso era un grito, cada suspiro un llanto, cada caricia una cadena invisible que nos ataba más y más. Cuando se apartó apenas unos centímetros, sus labios rozaron los míos en un roce dulce y feroz a la vez.
—Laura, si algún día me dejas, me muero. No es un juego, no es una amenaza. Es la verdad. Tú eres mi aire, mi castigo y mi salvación.
Mis lágrimas volvieron a caer, pero esta vez no eran de dolor, sino de la certeza insoportable de que lo amaba con la misma intensidad con la que me hería. Lo abracé con fuerza, apoyando mi frente en su pecho. El sonido de su corazón, rápido, desbocado, era la melodía más fuerte que jamás había escuchado.
—Adrián… —susurré, con la voz hecha pedazos—. No sé cómo vivir entre el miedo y el amor que me das.
Él me levantó el rostro con firmeza, sus ojos me atraparon.
—Entonces no vivas en medio. Vive en mí.
Y me besó otra vez, con toda la pasión de un hombre que sabe que puede perderlo todo en cualquier instante. Fue un beso que me arrancó el alma, que me devolvió la vida y me condenó a él para siempre.
La lluvia seguía cayendo, pero ya no importaba. El mundo podía desplomarse, las sombras podían acecharnos, las tumbas podían esconder secretos… nada de eso existía en ese instante. Solo Adrián. Solo yo. Solo un amor tan oscuro y tan intenso que dolía, pero que era también lo único que me mantenía de pie.
Su beso fue mi cadena y mi libertad al mismo tiempo. Y aunque sabía que su amor podía destruirme… en ese instante solo quise seguir cayendo en él.