La lluvia había cedido un poco, dejando el bosque envuelto en un silencio húmedo. El suelo estaba embarrado, las antorchas chisporroteaban y las sombras de los testigos aún flotaban alrededor de la tumba vacía de Isabella. Yo me sentía rota, agotada, con las cartas de aquella mujer apretadas contra mi pecho como si fueran mi único escudo.
Me aparté unos pasos de Adrián, que seguía observándome con ojos encendidos de obsesión. Necesitaba respirar. Necesitaba escapar de ese fuego que me consumía. Y entonces sentí una mano suave, cálida, apoyarse en mi hombro.
Era Julián.
No dijo nada al principio. Solo se inclinó hacia mí, su respiración cercana, sus ojos oscuros y nobles buscando los míos como si no quisiera invadir, sino pedirme permiso. Y en esa mirada encontré lo que no tenía con Adrián: paz.
—Laura —su voz era baja, como una caricia—. ¿Quieres venir conmigo? Solo un momento, lejos de todo esto.
Asentí sin pensarlo. Mis piernas temblaban y mi corazón estaba desgarrado, pero mis pasos me llevaron tras él. Caminamos unos metros hasta un rincón más apartado del claro, bajo un roble enorme que nos cubría de la llovizna. Me quedé en silencio, abrazando las cartas. Julián me miró con una tristeza tan profunda que me quebró.
—Has escuchado demasiadas verdades en muy poco tiempo —susurró, con el ceño fruncido—. No quiero que esas palabras te rompan.
Yo solté un sollozo, bajando la cabeza.
—Ya estoy rota, Julián. No puedo con tanto. Me siento como Isabella. Atrapada entre culpas, entre decisiones que no fueron mías.
Julián dio un paso hacia mí, lento, como si temiera asustarme. Su mano se posó en mi mejilla con la delicadeza de una brisa.
—No eres Isabella. No eres ninguna de ellas. Eres Laura. Y yo… yo nunca permitiría que fueras un nombre más en una tumba.
Sus palabras me estremecieron. Mis lágrimas se mezclaron con las gotas de lluvia que aún resbalaban por mi piel. Julián me secó una con su pulgar, y ese gesto simple me derrumbó más que cualquier grito.
—¿Cómo puedes amarme así? —pregunté, casi sin voz—. ¿Cómo puedes querer a alguien que está tan rota?
Él sonrió, aunque sus ojos estaban húmedos.
—Porque incluso rota… brillas. Y porque yo no quiero repararte ni encadenarte. Solo quiero ser tu refugio.
Mi pecho se apretó. Lo miré fijamente. Era imposible no ver la verdad en sus ojos. Julián me amaba con una pureza que dolía.
De pronto, su mano bajó por mi cuello, rozó mi brazo y me rodeó suavemente por la cintura, atrayéndome hacia él. Fue un movimiento lento, contenido, como si me diera tiempo de detenerlo. Pero yo no lo hice. Me dejé envolver.
Quedamos tan cerca que sentí el calor de su cuerpo, el latido firme de su corazón golpeando contra mí.
—Laura… —susurró, su voz temblaba—. Si me dejas… solo esta vez… demostrarte lo que siento.
Y antes de que pudiera responder, me besó. No fue un beso brusco ni salvaje. Fue lento. Fue un roce que al principio parecía tímido, pero que pronto se volvió profundo, como una declaración silenciosa. Sus labios eran suaves, cálidos, dulces, pero había una intensidad escondida, como si hubiera esperado toda la vida ese instante.
Yo gemí contra su boca, con un sonido pequeño y desgarrado. Y Julián me abrazó más fuerte, hundiéndome contra su pecho, como si quisiera protegerme del mundo entero.
—Eres mi vida, Laura —jadeó entre besos—. Eres la razón por la que sigo aquí. No necesito cadenas ni promesas imposibles. Solo necesito que me dejes estar contigo.
Cada palabra era una caricia directa a mi alma. Me sentí tan frágil en sus brazos, tan vulnerable… pero al mismo tiempo tan segura. Con Julián no había miedo, no había amenaza, no había culpas. Solo un amor tan grande que parecía imposible que existiera en medio de tanta oscuridad.
Mis manos se aferraron a su camisa, y esta vez fui yo quien buscó su boca. Lo besé con desesperación, dejándome llevar, entregándome a ese refugio que tanto necesitaba. Su lengua acarició la mía con dulzura, sin prisa, sin exigencias, pero con un deseo que se desbordaba igual que el mío.
—No voy a dejar que te rompan —susurró contra mis labios, con voz temblorosa—. No voy a dejar que te pierdan. Ni siquiera yo mismo.
Su frente se apoyó contra la mía. Sus ojos brillaban con lágrimas y amor.
—Si alguna vez tienes que elegir, Laura… no me elijas por miedo a perderme. Elígeme solo si tu corazón late así de fuerte cada vez que me miras.
Mi pecho se quebró. Porque sí, mi corazón latía tan fuerte que dolía. Y ese dolor era hermoso. Lo besé de nuevo, más profundo, con lágrimas deslizándose por mis mejillas. Sus brazos me rodearon con más fuerza, como un escudo, como un hogar. En ese instante, supe que Julián era todo lo contrario a Adrián: no quería poseerme, quería liberarme… aunque eso lo destruyera a él.
Su amor era devoción pura. Y esa devoción me hacía temblar más que cualquier pasión salvaje.
Me separé apenas unos centímetros, con la respiración agitada.
—Julián… —susurré, con la voz rota—. No sé si puedo darte todo lo que mereces.
Él me sonrió, acariciando mi rostro con ternura.
—No quiero todo. Solo quiero tu verdad. Y si tu verdad es un suspiro… me basta.
Y volvió a besarme, lento, dulce, como si quisiera tatuar en mis labios la promesa de un amor eterno.
En sus brazos no fui prisionera… fui refugio, fui elección, fui amor. Y aunque mi corazón aún temblaba entre dos mundos, en ese instante solo quise quedarme en el suyo.