Las luces de los vehículos rompieron la oscuridad del bosque. Los motores rugían, acercándose como bestias metálicas. El altavoz volvió a sonar, esa voz metálica que me helaba la sangre:
—Entréguenla. No hagan que esta noche se tiña de sangre.
Adrián dio un paso adelante, con el arma temblando en su mano. Sus ojos brillaban con rabia.
—¡Sal de ahí, maldito! ¡Da la cara!
Un silencio breve y tenso. Y entonces, de la camioneta principal, descendió una figura elegante, con un impermeable oscuro que reflejaba la lluvia. Caminaba despacio, con seguridad, como un rey que no necesitaba apresurarse.
Cuando la luz de las antorchas iluminó su rostro, comprendí por qué Adrián se había quedado rígido. Era un hombre de cabello ya canoso, de ojos oscuros y crueles, con la misma intensidad que Adrián… pero sin la pasión, sin el fuego humano. En él solo había frialdad.
—Padre… —escupió Adrián con odio.
El hombre sonrió apenas, como si hubiera esperado ese momento toda su vida.
—Adrián. Julián. Cuánto tiempo desperdiciado.
Su mirada se clavó en mí, y sentí como si una serpiente me recorriera el cuerpo.
—Y tú… debes de ser Laura.
Retrocedí un paso, pero Julián me tomó de la mano y me colocó detrás de él, protegiéndome.
—No la mires así —gruñó.
El hombre alzó una ceja, divertido.
—Siempre tan noble, Hyun. Igual que tu madre… siempre dispuesta a cuidar lo que no le pertenece.
Julián palideció, sus labios se apretaron con dolor. Yo no entendía a qué se refería, pero sabía que sus palabras escondían algo que lo hería profundamente. Adrián avanzó, temblando de furia.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres de Laura?
Su padre lo miró con calma.
—Lo mismo que siempre. Control. Orden. Que las cosas estén donde deben estar.
—¡Ella no es tuya! —rugió Adrián.
—¿No lo es? —el hombre ladeó la cabeza, su sonrisa helada—. Todo lo que tocas me pertenece. Tú me perteneces. Y si ella está contigo… entonces también es mía.
Mis manos se cerraron en puños. Sentí que me faltaba el aire.
El poder de un hombre
De pronto, el hombre levantó una mano y varios de los encapuchados avanzaron, rodeándonos. Tenían armas, antorchas, rostros de piedra. Éramos presas en una cacería. Julián se puso frente a mí, sus brazos extendidos.
—Tendrán que pasar sobre mí primero.
El padre sonrió, satisfecho.
—Eso no será difícil. Siempre fuiste el más débil de los dos.
Adrián apuntó el arma a la frente de su propio padre. Sus manos temblaban, pero sus ojos eran fuego.
—Un paso más… y disparo.
El hombre lo miró sin miedo.
—No lo harás.
—Pruébame.
Por un segundo creí que lo haría, que Adrián dispararía, pero el hombre alzó la voz con calma.
—Si aprietas ese gatillo, lo único que lograrás es que ella sufra más.
Adrián apretó los dientes. Yo lo miré, con lágrimas ardiendo en mis ojos.
—Adrián… —susurré—. No juegues su juego.
Las cadenas invisibles
El padre dio unos pasos hacia mí, lento, sin apartar sus ojos fríos de los míos.
—Dime, muchacha… ¿qué se siente ser la nueva Isabella?
Mis labios temblaron.
—No soy ella. No seré otra víctima.
—Claro que lo serás —replicó él, con voz suave—. Porque el amor de estos dos hombres es igual que el mío: posesión. Y las posesiones nunca terminan bien.
Julián gritó, con lágrimas en los ojos:
—¡Cállate! No sabes lo que siento por ella.
El padre lo miró con desprecio.
—Eres igual de ingenuo que tu madre. Por eso jamás serás capaz de protegerla.
Julián apretó los labios, su cuerpo temblaba de rabia y dolor. Adrián dio un paso adelante, interponiéndose entre su padre y yo.
—Ella no es tuya. Ni lo será.
Su padre lo observó fijamente, con esa calma que daba más miedo que la rabia.
—Entonces demuéstralo. Haz lo que no pudiste con Isabella.
El nombre de Isabella atravesó el aire como un cuchillo. Adrián quedó paralizado.
El momento de Laura
Yo no podía más. Sentía que todo se me escapaba, que era un juego donde yo no tenía voz. Pero recordé las cartas de Isabella, esas palabras escritas con lágrimas y valentía:
Elige tu nombre antes de que otro lo haga por ti.
Tragué saliva y di un paso al frente, apartando las manos de Julián y Adrián.
—¡Basta! —grité, con lágrimas cayendo—. No soy un trofeo, no soy un botín, no soy una sombra. Soy Laura. Y nadie va a decidir por mí.
El padre me miró sorprendido, y por primera vez vi algo distinto en sus ojos: desconcierto.
—Valiente… —susurró.
Adrián me sujetó del brazo, su voz desesperada.
—Laura, no. No lo enfrentes.
Julián, en cambio, me tomó de la otra mano, su voz llena de ternura.
—Hazlo. Te creo capaz.
Yo estaba en medio, atrapada entre la fuerza posesiva de Adrián y el amor protector de Julián, con los ojos de aquel hombre cruel sobre mí. De pronto, una de las figuras encapuchadas se adelantó. Se quitó la capucha, y un rostro joven, de mirada temblorosa, apareció.
—Señor Valenti… —su voz era insegura—. Creo que ya basta.
El padre lo miró con frialdad.
—¿Qué dijiste?
El joven tragó saliva.
—No puedo seguir callando. Isabella… Isabella no murió aquí.
El aire se detuvo.
Yo sentí que mi corazón se salía del pecho.
—¿Qué estás diciendo?
El muchacho me miró directamente.
—Que ella… está viva.
El bosque quedó en silencio. Adrián dio un paso hacia atrás, con los labios temblando. Julián me apretó la mano como si temiera que yo me desmoronara. El padre de Adrián sonrió, satisfecho, como si todo hubiera sido parte de su plan.
Creí que la tumba guardaba la verdad… pero la verdad seguía respirando en algún lugar del mundo.