Prisionera De Su Obsesión

La casa de los secretos

El coche avanzaba por un camino estrecho, rodeado de árboles húmedos y oscuros. La lluvia había cesado, pero el aire estaba cargado de esa tensión que precede a una tormenta más grande. Yo iba en el asiento trasero, con Julián a mi lado apretándome la mano, como si temiera que desapareciera.

Frente a nosotros, el padre de Adrián mantenía la vista fija en el camino. Su porte era imponente incluso en el silencio. Cada movimiento suyo transmitía poder, control absoluto.

Adrián iba en otro coche, custodiado por hombres encapuchados. Había intentado resistirse, pero no tuvo opción. Y aún así, incluso separado de mí, podía sentir su mirada ardiendo desde la distancia, como si me alcanzara en cada respiración.

—Laura… —susurró Julián, inclinándose hacia mí—. Si todo esto es una trampa, prométeme que no lo enfrentarás sola.

Lo miré. Sus ojos eran dulces y firmes, llenos de amor.
—No pienso dejar de luchar —respondí con un hilo de voz—. Pero necesito saber la verdad.

Él asintió y me besó la frente. Ese gesto me hizo temblar más que un grito. Julián era mi refugio. Pero parte de mí ardía aún con el fuego oscuro de Adrián.

La mansión

El coche se detuvo frente a una casona antigua. Sus muros de piedra estaban cubiertos de hiedra, y las ventanas, aunque encendidas, parecían más sombras que luces. Una verja oxidada se abrió con un chirrido, y al atravesarla sentí que dejaba atrás el mundo.

El padre descendió con calma.
—Bienvenidos al lugar donde viven las verdades que nunca debieron salir a la luz.

Me estremecí. Julián bajó a mi lado y me rodeó con un brazo, como protegiéndome de los fantasmas que parecían vigilar desde cada esquina. Adrián fue empujado hacia nosotros. Sus ojos me buscaron de inmediato. Estaban enrojecidos, furiosos, desesperados.

—Laura… —su voz fue un suspiro roto—. No entres.

Lo miré, con lágrimas ardiendo en mis ojos.
—Ya es tarde, Adrián.

Él quiso gritar, pero dos hombres lo sujetaron. El padre sonrió, satisfecho, y abrió las puertas.

Dentro de la casa

El interior olía a madera húmeda y candelas viejas. El suelo crujía bajo cada paso. Retratos antiguos decoraban las paredes, miradas que parecían seguirme. Sentí que esas personas del pasado me juzgaban, me advertían.

—Por aquí —ordenó el padre, guiándonos hacia un pasillo largo y estrecho.

Al fondo, una puerta negra con adornos dorados se alzaba como un guardián. Mi corazón golpeaba tan fuerte que apenas podía respirar.

El padre se detuvo frente a la puerta.
—Detrás de esta puerta está la mujer por la que todos ustedes han sangrado, llorado y mentido. Isabella.

El nombre se clavó en mí como un puñal.

Julián apretó mi mano con fuerza.
—Laura, pase lo que pase, recuerda que no eres ella. No dejes que intenten reemplazarte.

Adrián, desde atrás, gritó con furia:
—¡No abras esa puerta! ¡No le creas!

Pero era tarde. El padre giró la llave.

Isabella

La puerta se abrió, y el mundo se detuvo. Allí estaba ella. Una mujer de cabello largo y oscuro, con la piel pálida como porcelana y los ojos hundidos pero brillantes. Vestía un vestido sencillo, blanco, casi como un fantasma salido de un sueño. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, sentí un escalofrío recorrerme. Eran iguales a los míos.

—Laura… —susurró, y su voz era un eco, dulce y trágico.

Mis rodillas flaquearon. Julián me sostuvo. Adrián rugió, tratando de liberarse.

—¡Isabella! —gritó, con lágrimas en los ojos.

Ella lo miró con una tristeza infinita.
—Adrián… aún me sigues viendo, ¿verdad?

El silencio se volvió insoportable. Yo apenas podía respirar. Sentía que todo lo que había vivido hasta ese instante se desmoronaba.

—No puede ser… —susurré, con lágrimas cayendo—. Tú… tú deberías estar muerta.

Isabella sonrió débilmente.
—Muerta para unos, oculta para otros. Esa fue mi condena.

La confesión

El padre se cruzó de brazos, observando la escena con satisfacción.
—Ahora comprenden. Ella nunca murió. Fue apartada, como se apartan las piezas defectuosas.

—¡No era defectuosa! —gritó Julián, con lágrimas en los ojos—. ¡Era vida! ¡Era amor!

Isabella bajó la mirada, sus dedos temblaban.
—Nadie me dejó elegir. Solo me arrancaron de un lado y me encerraron en otro.

Se acercó a mí, despacio, como si tuviera miedo de que huyera. Sus ojos eran espejos de dolor.
—Y ahora estás tú, Laura. La mujer que sigue mis pasos.

Mis labios temblaban.
—No soy tú.

Ella sonrió, amarga.
—Eso mismo dije yo.

El enfrentamiento

Adrián logró soltarse de los hombres y se lanzó hacia Isabella. La tomó de los hombros, con lágrimas cayendo.
—Perdóname. ¡Por favor, perdóname!

Ella lo miró con frialdad.
—Me pediste que no te dejara. Yo quería aire… y me ahogué en tus brazos.

Él cayó de rodillas, roto. Julián se adelantó, su voz temblaba.

—Isabella… yo intenté salvarte. Lo juro.

Ella lo observó, con tristeza.
—Sí. Pero también me pediste que eligiera. Y yo… no podía.

El silencio se volvió insoportable. Yo los miraba a todos, sintiéndome un fantasma en una historia que no era mía.

El secreto

De pronto, Isabella me tomó de la mano. Su piel estaba helada, pero su mirada ardía.
—Laura… hay algo que debes saber.

Mi corazón se detuvo.
—¿Qué cosa?

Ella bajó la voz, casi en un susurro.
—No estoy aquí por elección. Estoy aquí porque guardo algo… alguien.

El aire se volvió espeso.
—¿Alguien?

Isabella apretó mi mano con fuerza.
—Mi hijo.

Un grito se ahogó en mi garganta. Adrián levantó la cabeza, con los ojos desorbitados. Julián se llevó una mano a la boca. El padre, en cambio, sonrió como si hubiera ganado la partida. El mundo giraba, se derrumbaba, ardía dentro de mí. Isabella estaba viva. Y no solo eso: había un hijo oculto en esa casa.




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