La habitación parecía un santuario detenido en el tiempo: cortinas de lino, una lámpara encendida como un ojo que no parpadea, olor a cera y madera antigua. Isabella no apartaba sus ojos de los míos, y aunque su rostro tenía la palidez de los fantasmas, su voz era firme.
—No estoy sola —repitió—. Aquí… vive mi hijo.
La palabra “hijo” vibró en el aire. Adrián avanzó un paso, la respiración en puntas. Julián se tensó junto a mí, como si de pronto el suelo hubiese perdido sus bordes. Detrás, el padre de Adrián parecía disfrutar el espectáculo con la calma cruel de quien ya ha preparado cada detalle.
—¿Dónde está? —preguntó Julián, sin apartar la vista de Isabella.
Ella no respondió; miró a su alrededor, como temiendo paredes con oídos. El padre soltó una risa baja.
—En esta casa no hay secretos para mí —dijo—. Solo verdades que yo decido cuándo salen. Y hoy… me resulta útil que salgan.
Adrián lo atravesó con la mirada.
—No te atrevas a usarlo —escupió—. No vuelvas a usar a nadie. Se acabó.
—¿Se acabó? —El hombre ladeó la cabeza—. Hijo, tú no terminas historias; las repites.
Isabella me apretó la mano. Sentí el frío de sus dedos y, al mismo tiempo, una urgencia inexplicable: la sensación de que algo estaba a punto de romperse para siempre.
—Laura —susurró—. Él tiene pruebas. Pruebas que te harán dudar de todo.
Mi mente fue directo al broche de flor que guardaba en el bolsillo interior de mi abrigo: la pequeña llave escondida en su interior, la misma que el hombre de la cicatriz me había señalado con su última gota de fuerza. La toqué sin sacarla, como un talismán secreto.
—¿Pruebas de qué? —pregunté.
Isabella bajó la mirada a su vientre plano, como quien acaricia un recuerdo.
—De quién es el padre.
El silencio fue un cuchillo.
Adrián chasqueó la lengua, oscuro:
—No necesito pruebas. Lo sé.
—¿Lo sabes… o lo deseas? —replicó Julián con la voz baja, pero afilada.
Adrián dio un paso hacia mí, como si su cuerpo pudiera cubrirme de todas las preguntas.
—No voy a dejar que te arrastre su pasado —dijo—. No voy a perderte.
Sus ojos negros me devoraron. Fue un latido, dos… y luego su mano en mi nuca, su frente pegada a la mía: la intensidad de alguien que se aferra al borde de un acantilado.
—Mírame —ordenó, ronco—. Tú eres mi presente. Ella es un eco que no volveré a escuchar.
El desprecio, apenas contenido, cruzó su mirada hacia Isabella. Apreté los labios: el filo de esa sentencia me dolió, y también me quemó.
—No me transformes en tu castigo —dije en voz baja—. No soy una puerta para cerrar otras.
—Eres la única que sigo abriendo —murmuró, y la frase me quebró por dentro.
Julián se colocó a mi lado, firme, sin disputas ni gritos.
—Laura, no eres pared de nadie —susurró—. Eres una mujer con una historia propia. Y hoy vas a conocerla.
El padre se cansó del teatro y dio una palmada: dos hombres trajeron una caja fuerte pequeña, de acero mate, con una cerradura antigua y fina.
—Aquí están las respuestas —anunció con suficiencia—. Actas, fotografías, informes. Lo que tú, Laura, necesitas para elegir de una vez. Lo que tú, Isabella, debiste aceptar hace años.
Adrián se tensó como si fuera a saltar. Julián se puso delante de mí. Isabella se aferró al respaldo de una silla. Y yo… yo oí el clic de una posibilidad: la cerradura era del tamaño exacto de mi llave.
Tragué saliva. El padre me observó.
—Adelante —dijo, teatral—. Abre.
—¿Con qué llave? —pregunté, inocente.
—Con la que te ha traído hasta mí desde el cementerio —respondió, satisfecho.
Me recorrió un frío de punta a punta. Sabía que lo sabía. Metí la mano en el bolsillo, saqué la flor, la giré sobre sí misma: la llave cayó en mi palma. La introduje en la cerradura. Encajó como si el metal recordara mi nombre. Giré. Un susurro de engranajes respondió.
La puerta de acero se abrió. Dentro, un pequeño mundo: sobres sellados con lacre, una cadena con un dije en forma de luna (la misma que él había mostrado en el bosque), un sobre con un sello médico, un retrato descolorido y, al fondo, una cajita de música.
—Lee —ordenó el padre.
Saqué el sobre con el sello médico. Temblaba. Julián puso su mano sobre la mía para sostenerla; Adrián clavó sus ojos en el papel con una mezcla imposible de orgullo y miedo.
Rompí el lacre. Adentro, tres hojas. La primera: “Prueba de vínculo biológico.” Notas, firmas, nombres. Deslicé los ojos sobre las líneas:
“Muestra A, masculino”; “Muestra B, producto en gestación”; “Conclusión: concordancia de 99,7% con…”.
La tinta se me volvió una náusea. Sentí a Adrián conteniendo el aire al lado. Julián apretó más fuerte mi mano.
—¿Con quién? —preguntó Isabella, en un hilo.
Abrí la boca… y la cerré.
—No —dije—. No me basta.
El padre sonrió, fastidiado y orgulloso a la vez.
—¿Qué más quieres? ¿Sangre? ¿Un retrato del destino?
Tomé la cajita de música. Era de madera de nogal, con la tapa grabada en relieve: la misma flor del broche. La abrí. La melodía me atravesó como si la hubiera escuchado en sueños: una cuna suave, tres notas que caían como una caricia. Dentro, bajo la rueda del mecanismo, había otra llave aún más pequeña, casi invisible, y un papelito doblado mil veces.
—No todo lo que se firma es verdad —leyó Julián por encima de mi hombro, con voz ahogada—. Busca el nombre en mi música.
Adrián arrebató la hoja, desesperado.
—¿Qué significa?
—Que lo único verdadero aquí es lo que suena —dijo Isabella, más entera—. Él falsificó informes. Él compró silencios. Pero no pudo comprar mi voz.
Sus miradas se cruzaron: la suya, herida; la del padre, de hierro. Por primera vez, vi a Isabella ergirse frente a él con una dignidad que nadie podía expropiarle.
—¿Dónde está el niño? —pregunté.
—En esta casa —respondió ella—. Oculto donde nadie mira, y vigilado donde todos creen que no hay nada.