Prisionera De Su Obsesión

El hijo de las dos sombras

El silencio era tan profundo que podía escuchar el latido de mi propio corazón. La cortina tembló apenas, y de ella salió un niño pequeño, de no más de seis años. Su cabello era oscuro como la medianoche, la piel clara, y en sus ojos…

Mis labios se abrieron, incapaces de contener el impacto.

Eran ojos de dos mundos. Grises con destellos dorados, como si en su mirada convivieran dos sangres, dos destinos. El niño dio unos pasos hacia nosotros. Llevaba en sus manos un cochecito de madera con una luna tallada en el lateral. Y en su oreja izquierda, casi escondida, brillaba una marca de nacimiento en forma de media luna.

—¿Quién eres…? —pregunté con voz trémula.

El niño levantó la barbilla con una seriedad que me heló.
—Me llamo Elías.

El nombre resonó en la sala como un golpe seco. Isabella cubrió su rostro con ambas manos, como si hubiera esperado años para escuchar esa presentación en voz alta.

Julián retrocedió un paso, la respiración contenida. Adrián, en cambio, avanzó con ojos brillando como brasas.

—Elías… —murmuró, su voz quebrada—.

El niño lo miró en silencio. No corrió hacia él. No sonrió. Solo lo observó con una intensidad demasiado adulta.

La sombra de la paternidad

—¿De quién es hijo? —pregunté, con el alma hecha pedazos.

Elías no respondió. Sus ojos pasaron de Adrián a Julián, y luego a mí, como si supiera que la respuesta era más grande que él mismo.

Isabella se arrodilló junto a la cuna y habló con un hilo de voz.
—No lo crié para que repitiera su historia. Lo crié para que aprendiera a observar.

Adrián se inclinó, desesperado.
—Dime que es mío. —Su voz era una súplica disfrazada de orden—. Dime que este niño lleva mi sangre.

Isabella lo miró con frialdad.
—¿Quieres un hijo… o quieres una cadena más para tu orgullo?

El silencio fue insoportable. Adrián palideció. Su respiración se volvió irregular.

Julián se acercó despacio, inclinándose frente al niño.
—Elías —dijo con voz suave—. No importa la sangre. Si necesitas alguien que te cuide, alguien que te proteja, aquí estoy.

El niño lo miró con esos ojos grises dorados, y por primera vez, una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

Adrián rugió, celoso, su voz un trueno:
—¡No lo toques! ¡Él no es tuyo!

Elías parpadeó. Su cochecito de madera cayó al suelo con un golpe seco.

—No soy de nadie —dijo con calma.

Obsesión

Adrián me tomó por la muñeca de golpe, arrastrándome hacia él. Sus ojos estaban desquiciados, su voz ronca.
—¿Ves lo que hace? —jadeó—. ¡Me lo quiere arrebatar, igual que a ti!

Lo empujé, llorando.
—¡Basta, Adrián! ¡Deja de pelear como si fuéramos trofeos!

Sus manos temblaron al soltarme. Su mirada, sin embargo, ardía.
—No entiendes… —susurró—. Si lo pierdo a él, te pierdo a ti.

Mi corazón se apretó. Esa confesión era un arma de doble filo: cruel, pero sincera.

Julián me rodeó con un brazo, colocándose entre Adrián y yo.
—Si de verdad la amas, suéltala. Si de verdad quieres a Elías, no lo conviertas en otra prisión.

Adrián se echó a reír, amargo, oscuro.
—¿Y qué me ofreces tú? ¿Un mundo de dulzura que no resiste la realidad? Laura no necesita un refugio. ¡Laura necesita un hombre dispuesto a quemarlo todo por ella!

Mis lágrimas caían sin control. Ellos peleaban como bestias, y en medio estaba Elías, mirándonos con una calma que me desgarraba.

El niño habla

Elías recogió su cochecito de madera, lo sostuvo entre sus manos y habló con voz clara:

—No quiero ser como ustedes.

Las palabras nos atravesaron a todos. Isabella sollozó. Adrián se quedó petrificado. Julián bajó la cabeza.

Elías me miró a mí.
—Tú… no gritas. Tú escuchas. —Se acercó y tomó mi mano con la suya pequeña—. Si tengo que elegir a alguien… te elijo a ti.

Un nudo me cerró la garganta. Adrián cayó de rodillas, roto, con un grito de dolor que heló el aire. Julián se mordió los labios, conteniendo las lágrimas. Isabella apoyó la frente contra la cuna, temblando. Yo abracé al niño con fuerza, sintiendo cómo mi corazón se desgarraba entre amor y culpa.

La irrupción

Un golpe retumbó en la puerta. El pestillo giró.

—¡Basta de juegos! —rugió la voz del padre de Adrián.

La puerta se abrió de golpe y él entró, escoltado por varios hombres armados. Sus ojos brillaban con la misma oscuridad que Adrián, pero sin el amor.

—Ese niño —dijo señalando a Elías— es la llave de todo lo que construí. Y no dejaré que ninguno de ustedes lo arruine.

Adrián se puso de pie de un salto, como una fiera acorralada.
—¡Tendrás que matarme primero!

Julián se interpuso entre el padre y el niño.
—Sobre mi cadáver.

Yo me aferré a Elías, mi corazón latiendo a un ritmo imposible. El niño no lloró, no gritó. Solo se quedó en silencio, con su cochecito apretado en las manos, como si supiera que estaba en el ojo del huracán.

El padre levantó una mano, y sus hombres apuntaron sus armas hacia nosotros. Elías, sin apartar sus ojos de mí, dijo con una calma que heló mi sangre:

—Mamá… no tengas miedo. Él también me escucha por las paredes.

Adrián y Julián lo miraron al mismo tiempo, entendiendo lo mismo que yo: Elías sabía mucho más de lo que aparentaba. Y lo que iba a revelar podía destruirlos a todos.

El niño no eligió sangre… eligió verdad. Y esa verdad podía desatar una guerra peor que cualquier amor prohibido.




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