Prisionera De Su Obsesión

La verdad entre las paredes

Elías no apartaba sus ojos de mí. Era un niño, pero en su mirada había una gravedad que rompía el aire. Su cochecito de madera crujía en sus manos mientras repetía, con voz clara:

—Él también me escucha por las paredes.

El padre de Adrián sonrió, satisfecho, como si la confesión le perteneciera.

—Claro que sí. ¿Qué creías, criatura? Que podías correr por pasadizos sin que yo oyera tus juegos. Siempre estuve detrás. Siempre.

Elías apretó los labios. Sus ojos grises con destellos dorados se clavaron en los míos.
—No fue un juego. Yo escuché… escuché lo que dijiste.

El padre se tensó. Por primera vez, un músculo en su mandíbula delató incomodidad.

—¿Y qué escuchaste? —preguntó, con voz baja.

Elías tragó saliva. Su voz temblaba, pero no retrocedió.
—Que no soy hijo de nadie… que soy un experimento.

El silencio se quebró como cristal. Isabella ahogó un sollozo. Adrián rugió como una fiera, lanzándose hacia su padre.

—¡Eres un monstruo!

Los hombres armados lo detuvieron, pero su mirada ardía como fuego puro. Julián me rodeó con su brazo, protegiéndome junto al niño. Yo temblaba, incapaz de entender del todo.

—¿Experimento? —susurré, horrorizada.

El padre alzó la barbilla, orgulloso.
—No un experimento. Un legado. Un hijo creado con lo mejor de ambos. Con la sangre de mis enemigos y de mis hijos. Un niño destinado a unir o destruir todo lo que ustedes jamás pudieron controlar.

Elías escondió su rostro en mi pecho. Yo lo abracé con fuerza, como si pudiera borrarle esas palabras.

—No le pongas nombres que lo encierren —grité, con lágrimas cayendo—. ¡Es un niño! ¡No tu legado, no tu guerra!

La confesión de Adrián

Adrián, entre jadeos, logró librarse de las manos que lo sujetaban. Avanzó tambaleante, con el rostro empapado en lágrimas y lluvia. Se arrodilló frente a mí, sus manos en mis hombros.

—Laura… no le creas —dijo, suplicante—. Elías no es un experimento. Es mío. ¡Es mío!

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunté, la voz quebrada.

Sus labios temblaron. Me tomó el rostro con ambas manos, con desesperación.
—Porque lo siento. Porque cuando lo miro, veo mis errores, mis pecados, mi sangre. Y porque si no es mío… entonces no sé quién soy.

Su voz se rompió. Sus lágrimas cayeron sobre mis mejillas. Y sin poder evitarlo, me besó.

Fue un beso desgarrado, lleno de rabia y de amor oscuro, de cadenas y de súplicas. Yo temblaba entre sus labios, perdida entre el deseo y el dolor. Adrián me devoraba con la pasión de un hombre que sabía que lo podía perder todo en un instante. Cuando se apartó, sus ojos brillaban como brasas.

—No me dejes, Laura. No me quites lo único que me queda.

El refugio de Julián

Julián lo apartó con fuerza, interponiéndose entre los dos. Sus ojos ardían de celos, pero también de dolor sincero.

—¡Basta, Adrián! —gritó—. ¿No ves que la estás destruyendo? Tu amor la quema.

Me tomó entre sus brazos, con suavidad, y apoyó su frente en la mía.
—Laura… no necesitas un hombre que te encadene. Necesitas alguien que te sostenga.

Sus labios rozaron los míos en un beso tierno, protector, casi desesperado por ser suficiente. Yo cerré los ojos, y en ese instante sentí lo opuesto a Adrián: calma, refugio, un amor que no exigía, que no imponía.

—Si Elías es mío, lo cuidaré. Y si no lo es, lo cuidaré igual —susurró, contra mis labios—. Porque así se ama de verdad.

Sus palabras me atravesaron. Mi corazón estaba dividido, latiendo entre fuego y ternura.

Elías habla

El niño levantó la vista, con lágrimas que no parecían de su edad.
—No peleen más. Yo escuché todo. —Su voz se quebró, pero siguió—. Él dijo que me hicieron para dividirlos. Que yo era una prueba. Que si me amaban, pelearían. Y si me odiaban, también pelearían.

Un escalofrío me recorrió. Elías se abrazó a mí con fuerza.
—No quiero ser una guerra. Solo quiero ser… tu hijo.

Mi alma se desgarró. Lo estreché contra mi pecho, besando su cabello húmedo.
—Lo eres, Elías. —Mi voz fue un sollozo—. Eres mío. No importa nada más.

El padre contraataca

El padre se adelantó, su sombra estaba llenando la habitación.
—No seas ingenua, Laura. Ese niño no te pertenece. No es tuyo ni de ellos. Es mío.

Adrián se interpuso, su cuerpo como un muro.
—Tendrás que matarme para tocarlo.

Julián lo imitó, de pie junto a él. Por primera vez, los dos estaban uno al lado del otro, hombro con hombro, como hermanos que olvidaban su odio.

El padre sonrió, satisfecho y cruel.
—Eso mismo quería. Que al fin pelearan juntos… para mí.

Alzó la mano. Los hombres apuntaron sus armas.

El amor desesperado

Adrián me miró por encima del hombro, con los ojos enrojecidos.
—Si algo me pasa, recuerda que te amé más de lo que debí.

Julián apretó mi mano, su voz suave y firme.
—Y yo… recuerda que te amé de la forma en que mereces.

Mis lágrimas caían sin freno. Elías se aferraba a mí, temblando. Y yo sabía que ese instante era el filo del abismo.

Un disparo retumbó en la sala. Isabella gritó. Elías cerró los ojos con fuerza. Yo quedé paralizada, sin saber quién había caído.

El eco del disparo aún vibraba en mis oídos… y con él, la certeza de que uno de los dos amores que me sostenían podía haberse desangrado para siempre.




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