El eco del disparo aún vibraba entre las paredes de aquella casa maldita. Mi corazón martillaba tan fuerte que pensé que iba a romperme el pecho. Elías se aferraba a mi cintura, temblando, con los ojos cerrados.
—¿Quién…? —alcancé a susurrar, con la garganta seca.
Nadie respondió al instante. Un silencio espeso se apoderó de la sala, solo interrumpido por la respiración agitada de todos. Y entonces lo vi.
Julián estaba de pie, con el rostro endurecido, la mirada fija en mí… y una mancha de sangre expandiéndose en su hombro.
—¡Julián! —grité, corriendo hacia él.
Él intentó sonreír, aunque su rostro estaba pálido.
—No te preocupes, no es profundo.
Lo sostuve entre mis brazos, las lágrimas deslizándose por mis mejillas.
—¡No digas eso! Estás sangrando, Julián.
Adrián giró hacia los hombres armados, con los ojos encendidos de furia.
—¿Quién disparó? ¡¿Quién se atrevió?!
Su padre alzó una mano, impasible.
—Solo una advertencia. No me gustan las distracciones.
—¡Bastardo! —rugió Adrián, avanzando como una fiera.
Lo sujeté con la otra mano, temblando.
—¡Adrián, no!
Él se detuvo al sentir mi contacto. Su respiración era un incendio, sus labios temblaban. Sus ojos me buscaron, y en ellos había algo más que rabia: había miedo. Miedo de perderme.
—¿Ves lo que hace? —susurró, con voz rota—. Te hiere a través de él… porque sabe que lo proteges. Pero no entiende que si algún día me quitan a ti… no sobreviviré.
Mi corazón se contrajo.
El refugio de Julián
Julián apoyó la frente en mi hombro, resistiendo el dolor.
—Laura… no lo escuches. No eres un objeto para sobrevivir. Eres una mujer. Eres… mi razón de seguir respirando.
Su voz fue suave, desgarrada, distinta a los rugidos de Adrián. Lo abracé más fuerte, sintiendo que se me escapaba entre los dedos.
—No me dejes —supliqué.
Él sonrió, débil.
—Jamás. Aunque me arranquen de aquí… mi alma siempre va a buscarte.
La posesión de Adrián
Adrián apartó a Julián con brusquedad, empujándolo a un lado, y me rodeó con sus brazos. Su cuerpo temblaba de rabia, pero su voz era un susurro contra mi oído.
—No lo necesitas a él. Me necesitas a mí. Soy yo el que arde contigo, el que sangra por ti, el que no sabe respirar si no estás.
Me besó, desesperado, con un fuego que me arrancó el aliento. Fue un beso salvaje, intenso, cargado de dolor y de súplica. Yo intenté resistirme, pero mis labios lo buscaron igual. Era como caer en un abismo que me quemaba y me salvaba a la vez. Cuando se apartó, sus ojos estaban húmedos.
—Eres mía, Laura. Aunque el mundo entero intente arrancarte, aunque él —señaló a Julián— se arrastre a tus pies… eres mía.
Su voz era una cadena, pero mi corazón latía como loco.
Isabella habla
Isabella, desde un rincón, nos observaba en silencio. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero no dijo nada al principio. Finalmente, susurró:
—Adrián… siempre fuiste así. Incapaz de amar sin destruir.
Él se giró hacia ella con un desprecio helado.
—Tú ya no tienes voz en esto. Moriste el día en que me traicionaste con tu silencio.
Isabella palideció. Elías soltó un sollozo, aferrándose más fuerte a mí.
—No hables así —dije, con la voz quebrada.
—¿No lo ves, Laura? —Adrián se inclinó hacia mí, sus labios rozando mi oreja—. Tú no eres ella. Tú nunca serás ella. Por eso no voy a soltarte jamás.
Elías revela más
Elías levantó la cabeza, con lágrimas en los ojos.
—Yo escuché algo más… —dijo con voz temblorosa—. Escuché que mi padre no debía saberse nunca. Que si alguien lo descubría… yo moriría.
El aire se volvió más pesado.
—¿Quién dijo eso? —preguntó Julián, apretando los dientes.
Elías bajó la mirada.
—El abuelo.
Todas las miradas se clavaron en el padre de Adrián. Él sonrió, frío.
—Un hijo sin padre es un arma perfecta. Nunca se sabrá de dónde viene… y por eso puede ser usado contra todos.
Adrián avanzó, con los ojos desorbitados.
—¡Maldito! ¡Si tocas a ese niño, te mato!
—¿De verdad crees que puedes matarme? —preguntó el hombre, calmado—. Tú eres mi reflejo. Tú eres mi error… y mi triunfo.
Entre fuego y refugio
Yo estaba en medio, desgarrada entre los dos hombres que me amaban de formas tan distintas. Julián sangrando, sosteniéndose en pie solo por mí. Adrián ardiendo, consumiéndose en obsesión.
Y Elías… ese niño que me había elegido, que había dicho “tú eres mi madre”, y que ahora estaba atrapado entre verdades que podían matarlo.
Mis lágrimas caían sin control.
—Basta —susurré—. No voy a dejar que jueguen más con él.
Adrián me tomó de la cintura, pegándome contra su cuerpo.
—No lo harán. Porque me tienen a mí.
Julián me sujetó la mano, su calor contrastando con el fuego de Adrián.
—No lo harán. Porque nos tienen a los dos.
Elías me miró, con esos ojos imposibles.
—¿Y tú? ¿A quién eliges?
Mi corazón casi se detuvo. Un ruido estalló detrás de nosotros. Una explosión de madera, vidrios rotos, gritos. Los hombres del padre irrumpieron de nuevo, esta vez con antorchas encendidas.
—¡Quemen la casa! —ordenó la voz helada.
Las llamas comenzaron a trepar por las paredes.
Isabella gritó. Elías se aferró más fuerte a mí. Adrián y Julián se colocaron a mi lado, cada uno protegiéndome con su propio cuerpo.
El padre nos miraba desde la puerta, su silueta recortada por el fuego.
—Que elijan. O salen conmigo… o mueren todos juntos.
Las llamas devoraban la sala. Elías, con lágrimas en los ojos, me susurró al oído:
—Mamá… yo sé quién es mi padre.
El mundo se detuvo. Adrián y Julián giraron hacia nosotros al mismo tiempo. Y el fuego rugió más fuerte, como si esperara esa confesión para consumirlo todo.