El fuego rugía como un monstruo devorando cada rincón de la casa. La viga caída ardía entre Adrián y yo, separándonos en dos mundos opuestos. El calor me abrasaba la piel, y aun así mi corazón gritaba por él.
—¡Laura! —su voz era un rugido, desgarrado—. ¡No me dejes!
Sus ojos eran dos brasas, extendía su mano a través del humo, y su desesperación me quemaba más que las llamas.
Julián me sujetaba del brazo, fuerte, tratando de arrastrarme hacia la salida. Elías se aferraba a mi cuello, su pequeño cuerpo temblando, sus palabras clavándose en mis entrañas:
—Si no eliges ahora… él muere.
Mis lágrimas se mezclaban con el hollín. Sentía que el mundo se partía en dos.
—¡Déjala elegir! —gritó Julián, con voz rota, forcejeando contra el fuego y contra mí.
Pero yo ya había elegido.
Con un grito, solté la mano de Julián y me lancé hacia las llamas.
La hoguera del destino
El calor me arrancaba el aire, la piel me ardía, pero corrí como si mis pies fueran alas. Salté sobre la viga en llamas, la madera se quebró bajo mi peso, y por un segundo creí que caería en el infierno. Pero Adrián me atrapó.
Su cuerpo ardiente se pegó al mío, su brazo fuerte me rodeó, y en medio de aquel infierno me besó. Fue un beso salvaje, desesperado, lleno de obsesión y de amor condenado. Un beso que me dijo: si muero, muero contigo; si vivo, vivo contigo.
—Sabía que vendrías —susurró contra mis labios, con lágrimas en sus ojos oscuros—. Porque somos lo mismo, Laura. Dos llamas que solo arden juntas.
Lo abracé con todas mis fuerzas, sollozando.
—No me hagas esto nunca más.
—No puedo prometerlo —murmuró, su voz ronca y temblorosa—. Solo puedo prometerte que jamás te soltaré.
El choque con Julián
Logramos avanzar entre las brasas hasta reunirnos con Julián y Elías. Julián nos miró con los ojos enrojecidos, el hombro aún sangrando, y algo en su mirada se quebró al vernos juntos.
—¿Por qué, Laura? —preguntó, con voz baja, casi un susurro—. ¿Por qué arriesgarte por él?
No supe qué responder. Mis labios aún ardían con el beso de Adrián, y mi corazón se dividía en dos mitades imposibles.
Adrián, en cambio, habló con fiereza:
—Porque es mía.
Julián lo enfrentó con un destello de rabia.
—No. Ella no es de nadie.
—Entonces, ¿por qué volvió conmigo a través del fuego? —replicó Adrián, con una sonrisa amarga y triunfal.
Las palabras se clavaron como cuchillos. Yo temblaba entre ambos, atrapada en una guerra que nunca terminaba.
Elías y su verdad
Elías se adelantó, con el rostro manchado de lágrimas y hollín. Su voz infantil temblaba, pero en ella había una fuerza imposible.
—¡No peleen más! ¡No entienden nada!
Todos lo miramos.
—No soy de ninguno —dijo, con los ojos fijos en Adrián y Julián—. Y sin embargo… soy de los dos.
El silencio fue absoluto.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, con el corazón helado.
Elías bajó la mirada.
—Escuché a mi abuelo… dijo que me hizo con la sangre de ambos. Que yo existo para dividirlos.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Adrián palideció. Julián apretó los dientes. Isabella dejó escapar un gemido ahogado, cubriéndose el rostro. El padre apareció en la entrada, su silueta recortada por el fuego.
—Al fin lo dice. —Sonrió con cinismo—. Un hijo de dos padres. Un imposible hecho realidad.
La pasión en las llamas
Adrián me tomó de la cintura y me pegó contra su cuerpo, su voz un rugido contra mi oído:
—¿Ves? Él es mío. Él es nuestro. Y tú eres la llave que une todo.
Sus labios descendieron sobre los míos en un beso feroz, posesivo, lleno de deseo y desesperación. Yo temblaba, perdida entre el fuego y la pasión, entre el amor y la obsesión.
—Adrián… —susurré, con lágrimas cayendo—. No me encierres en tus cadenas.
—No son cadenas —replicó, con voz rota—. Son mis brazos. Son lo único que sé darte.
La ternura de Julián
Julián apartó a Adrián con violencia y me tomó de la mano. Su contacto era distinto: firme, cálido, lleno de ternura.
—No lo escuches, Laura. El amor no es quemarse juntos. El amor es sobrevivir… aunque duela.
Sus labios rozaron los míos en un beso breve, suave, desesperado por demostrarme otra forma de amar. Y yo… yo me quebré. Porque ambos tenían razón y ambos estaban equivocados.
El último golpe
El techo crujió sobre nuestras cabezas. Una viga ardiente cayó a pocos centímetros de Elías. Corrí hacia él, lo tomé en brazos y lo apreté contra mí.
—¡Mamá! —gritó, enterrando su rostro en mi cuello.
Adrián y Julián se lanzaron hacia nosotros al mismo tiempo, protegiéndonos con sus cuerpos. Las llamas nos rodeaban. El padre observaba desde la distancia, con esa calma cruel que me hacía temblar.
—Se acabó —dijo—. O vienes conmigo, Laura, o todos mueren aquí.
Adrián rugió, los ojos encendidos.
—¡Nunca!
Julián levantó la barbilla, firme.
—No tienes poder sobre nosotros.
El padre sonrió.
—¿Ah, no?
Chasqueó los dedos. Y detrás de él apareció una silueta que me heló la sangre. Era una mujer. Su rostro estaba oculto bajo una capa, pero cuando levantó la cabeza, reconocí esos ojos: eran los míos.
Isabella dejó escapar un grito desgarrador. Adrián se quedó petrificado. Julián retrocedió con el rostro desencajado. Elías me apretó fuerte y susurró:
—Ella también sabe quién es mi padre.
En medio de las llamas comprendí que la verdad no vendría de los labios de un niño… sino de la mujer que llevaba mis ojos en otro rostro.