Prisionera De Su Obsesión

La elección imposible

El fuego era un monstruo devorándolo todo. Las llamas trepaban como serpientes ardientes por las paredes ennegrecidas, el humo espesaba el aire y cada respiración era un suplicio. El techo crujía con la amenaza de venirse abajo. El infierno estaba aquí, dentro de esta casa, y nosotros éramos sus prisioneros.

El calor era tan sofocante que sentía la piel arder, como si cada segundo arrancara una capa invisible de mí. Pero lo peor no eran las llamas: era la presión insoportable de decidir.

A un lado estaba Adrián, con el rostro enrojecido por el fuego, sus ojos ardiendo como brasas que no conocían derrota. Tenía el brazo extendido hacia mí, su voz era un rugido lleno de desesperación.

—¡Laura! —gritaba—. ¡Ven conmigo! ¡Sálvame a mí! ¡Soy yo quien puede salvarte!

Al otro lado, entre el humo y las brasas, estaba Julián. Su hombro seguía sangrando, la camisa pegada a su piel, pero se mantenía firme. No rugía como Adrián, no me ordenaba. Solo abría los brazos, su voz suave pero desgarradora.

—Laura, escucha… no te pido que me elijas. Solo que te salves. Ven conmigo. Vive.

Y yo, atrapada en medio de ambos, con el fuego acercándose como un verdugo impaciente, tenía los brazos ocupados con Elías, el niño que lloraba contra mi cuello, repitiendo entre sollozos la misma palabra que me partía el alma:

—Mamá… mamá… mamá…

Su pequeño cochecito de madera crujía en sus manos, como si fuera su única ancla en este mar de fuego y dolor.

El derrumbe

Un estruendo sacudió la sala. Partes del techo cedieron, cayendo en una lluvia de escombros ardientes. Una viga gigante cayó en medio, separándonos: Adrián a un lado, Julián al otro. El suelo mismo se partió, dejando un abismo en llamas entre ellos.

Yo quedé en medio, atrapada, con Elías en brazos, sin espacio para retroceder ni avanzar.

—¡Laura! —la voz de Adrián se desgarró, un rugido de fiera acorralada—. ¡No lo pienses! ¡Soy yo! ¡Sálvame a mí, porque tú eres mía!

Sus ojos oscuros me atravesaban como cuchillos, llenos de deseo y desesperación.

—¡Laura! —la voz de Julián, en cambio, era un susurro entre el rugido del fuego—. No se trata de mí. Ni de él. Se trata de ti. Si me eliges, elige vivir, aunque eso signifique que yo no esté.

Mi pecho se desgarraba. Los dos me arrancaban en direcciones opuestas: uno con cadenas de fuego, otro con un refugio doloroso.

La sombra de Marina

Y entonces apareció ella. De entre el humo surgió Marina, la mujer con mis mismos ojos, mi reflejo oscuro, mi sombra encarnada. Caminaba como si el fuego no pudiera tocarla, como si las llamas fueran su reino. Sus labios se curvaron en una sonrisa amarga.

—No puedes salvarlos a los dos —dijo, con voz helada—. El fuego no perdona. Y si intentas hacerlo, morirás con ellos.

Me giré hacia ella, temblando de rabia.
—¡Cállate!

Marina alzó la barbilla.
—Lo que no quieres aceptar es que tu corazón ya eligió. Solo que no tienes el valor de decirlo.

Adrián rugió desde su lado.
—¡No le creas! ¡Eres mía, Laura! ¡Lo has sido desde el principio!

Julián apretó los dientes, la voz rota pero firme.
—Laura, mírame. No tienes que obedecer a nadie. Solo recuerda quién eres.

Elías, el niño entre el fuego

Elías levantó la cabeza de mi cuello, sus lágrimas ensuciaban su rostro con hollín.
—¡Basta! —gritó, con una voz tan clara que hizo callar incluso al fuego—. ¡No quiero que me peleen más!

Me miró, con esos ojos grises y dorados que parecían llevar en sí la condena de todos.
—Mamá… tú no tienes que elegir. Yo ya sé quién es mi padre.

El silencio fue absoluto. Adrián y Julián se tensaron, con el alma contenida en un hilo. Marina sonrió, satisfecha.

—Dilo, Elías —susurró ella—. Dilo y todo se acabará.

El niño sollozó, aferrándose más fuerte a mí.
—Pero si lo digo ahora… tú mueres.

El aire se me escapó de los pulmones.
—¿Qué?

Elías hundió su rostro en mi cuello.
—Escuché al abuelo… dijo que si la verdad salía a la luz antes de tiempo, tú serías la primera en pagar.

Las lágrimas quemaban mis mejillas.

Adrián rugió de nuevo.
—¡No escuches sus juegos! ¡Ese niño está confundido! ¡Laura, ven conmigo ahora!

Julián extendió su mano desde el otro lado, su rostro bañado en sudor y sangre.
—No lo fuerces. No nos fuerces. Deja que elija por sí mismo cuando sea el momento.

El amor y la obsesión

Adrián me miraba como un loco. Sus labios temblaban, su respiración era un incendio.
—Dime que me amas —susurró, con la voz rota—. Dímelo ahora, Laura, aunque el mundo se queme.

Mi corazón se quebró.

—Yo… —intenté decir, pero Julián me interrumpió.

—No necesitas decir nada. Ya lo sé. Aunque elijas a otro, yo te amaré en silencio.

Adrián rugió de celos, golpeando con furia la viga que lo separaba de mí.
—¡No! ¡No voy a perderte!

Me tomó con la mirada, desesperado, y gritó:
—¡Si mueres, muero contigo!

Julián, con lágrimas en los ojos, murmuró:
—Si muero, quiero que vivas.

Mi alma se partía en dos.

El salto

El fuego avanzaba. El techo volvía a crujir. El tiempo se acababa. Respiré hondo, apreté a Elías contra mi pecho, y mis piernas se movieron solas. Corrí hacia las llamas y salté. El mundo se volvió un instante de humo y vacío.

Adrián extendía sus brazos. Julián también. Ambos gritaron mi nombre. Yo volaba, dividida entre el fuego y el refugio, entre el deseo y la ternura, entre la obsesión y la libertad.

Caí.

Cuando abrí los ojos, estaba en brazos de alguien. Sentí su calor, su olor, el temblor de su respiración. Elías lloraba en mi cuello. Levanté la mirada… y mis labios se abrieron en un grito ahogado.

No había caído en los brazos de quien esperaba… y en ese error estaba escrita la condena de todos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.