El fuego se había convertido en un coro de crujidos y rugidos, como si la casa misma escuchara nuestra agonía y disfrutara con ella. El calor ardía en mi piel, pero era nada comparado con la presión de las miradas: Adrián con sus ojos encendidos, Julián con los suyos suplicantes, y Marina, desde la penumbra, sonriendo con mis mismos labios.
Elías temblaba en mis brazos. Yo apenas podía respirar.
—Ya no hay tiempo —dijo Marina, con voz firme, helada—. Pronuncia un nombre, Laura. Solo uno. Y el fuego dejará vivir al dueño de ese nombre.
El silencio me ahogó.
Adrián, fuego y cadenas
Adrián me sujetó de la cintura con una fuerza brutal, como si temiera que me desvaneciera. Su rostro estaba manchado de hollín, sus labios ensangrentados, pero sus ojos brillaban con una intensidad feroz.
—Dilo, Laura. —Su voz era un rugido quebrado—. Dilo ahora. Elige. Elige… a mí.
Me besó con furia, con desesperación, como si cada segundo pudiera ser el último. Su boca sabía a humo y lágrimas.
—Soy el único que puede darte lo que necesitas. —Su respiración ardía contra mi piel—. No me importa que me odies, no me importa que huyas. Eres mía, y lo serás hasta el final.
Su amor era fuego y cadenas. Y me quemaba.
Julián, ternura y dolor
—¡Basta! —la voz de Julián rompió el aire, desgarrada.
Se acercó tambaleante, sangrando, pero con una determinación que no conocía límites. Me tomó la mano, apretándola con fuerza.
—No la obligues, Adrián. —Su voz era un susurro lleno de dolor—. Laura no es una posesión.
Sus ojos se encontraron con los míos, suaves, cálidos, como un refugio en medio de la tormenta.
—Si pronuncias mi nombre, Laura, no será para salvarme a mí. Será para salvarte tú.
Me besó la frente con delicadeza, un beso tan tierno que me arrancó un sollozo.
—No quiero cadenas para ti. Quiero alas.
Marina y la amenaza
Marina se adelantó, con una sonrisa cruel.
—No puedes quedarte callada. Si lo haces… los dos mueren.
Elías sollozó en mi cuello, gritando con voz quebrada:
—¡Mamá, no digas nada!
Marina lo miró con burla.
—El silencio no salva. El silencio mata.
Mi corazón golpeaba mi pecho con violencia. Adrián me estrechaba con desesperación. Julián me sostenía la mano con ternura. El fuego rugía a nuestro alrededor.
El instante de la condena
—Di mi nombre —suplicó Adrián, con lágrimas en los ojos—. Y te prometo que nadie más te tocará.
—Di el mío —murmuró Julián, con la voz rota—. Y te prometo que siempre serás libre.
Yo sollozaba, mi garganta cerrada, mi cuerpo temblando.
Marina dio un paso más, sus ojos idénticos a los míos clavándose en mí.
—Uno vivirá. El otro morirá. ¿Qué esperas?
El techo crujió, una viga cayó entre nosotros, levantando chispas que iluminaron nuestros rostros. Adrián me besó con furia. Julián me apretó la mano con ternura. Elías lloraba en mis brazos. Abrí la boca. Un nombre se formó en mis labios.
Pero cuando lo pronuncié, comprendí que no había salvado a nadie… sino condenado a todos.