Prisionera De Su Obsesión

Lo que arde y lo que cura

El humo ya no rugía; siseaba como una bestia cansada. La casa resistía en chasquidos, como si un suspiro más pudiera tirarla abajo. Afuera, la noche olía a lluvia vieja y madera quemada. Yo temblaba, con Elías dormido a ratos en mis brazos, rendido por el miedo.
Adrián estaba a un paso, con la camisa hecha jirones, la piel marcada por el fuego; Julián, pálido, sujetándose el hombro herido. Marina nos observaba desde la sombra como si todo fuese un teatro que ella hubiera escrito.

—Tenemos que salir —dijo Julián, la voz baja pero firme—. Ahora.

—Saldremos —respondió Adrián, sin mirarlo—. Pero ella viene conmigo.

Su mirada me incendió por dentro. Sentí la cadena invisible que él me tendía: no dolía… quemaba. Me pegué a Elías, como si el niño fuera agua y yo necesitara beber.

—Un paso más —advirtió Julián— y cargarás con dos vidas, no solo con la tuya.

Marina sonrió con mis mismos labios:
—Al fin están entendiendo: no se trata de huir… se trata de a quién se llevan en el corazón.

La respiración de Elías se hizo más calma. Le besé el cabello.
—Shh… ya pasó.

No había pasado. Nada había pasado. Cruzamos el umbral de la casa cuando el techo, por fin, terminó de colapsar. Un relámpago abrió el cielo y el viento frío nos golpeó la piel. Las hogueras del interior siguieron crepitando como si masticaran recuerdos.

En el patio había un cobertizo medio derruido. Julián me hizo una seña:
—Ahí dentro, rápido. Necesito vendarme. Y él —miró a Elías— necesita agua y abrigo.

Adrián soltó una risa áspera.
—Tú necesitas aprender a apartarte.

—Y tú —replicó Julián, acercándose— aprender a soltar.

Sus miradas chocaron. El aire crujió. Marina se apoyó en un poste como quien disfruta una tormenta con copa en mano.

—Si van a medir fuerzas —dijo con dulzura envenenada— háganlo después. El niño está tiritando.

Adrián me miró un segundo y ese segundo bastó para que yo sintiera otra vez la corriente: deseo, miedo, rabia, amor. Una marea imposible.
—Entra —me susurró.

El cobertizo olía a heno húmedo y aceite viejo. Había una camilla polvorienta, una cantimplora, mantas. Dejé a Elías sobre la camilla; Julián le dio agua, con paciencia. El niño bebió como si el mundo dependiera de ese sorbo. Adrián me tomó la muñeca.

—Ven —dijo, y su voz fue una orden… pero también un ruego.

Me llevó a un rincón donde la lluvia golpeaba el techo de lata. El ruido nos aisló del resto. El olor a humo y su piel quemada se mezclaron en el aire. Me sostuvo el rostro con ambas manos, con torpeza de dolor.

—Mírame —pidió—. Dime que no te arrepientes de haber saltado hacia mí.

Tragué saliva. Mi corazón, ese traidor, dio un salto.
—Yo… no elegí. Caí.

Sus cejas se fruncieron, dolidas.
—Caíste conmigo. Eso basta.

Quise apartarme. Él no me dejó. Mi espalda chocó con la pared de madera; su cuerpo me cercó sin lastimarme.

—No soy tu prisión —murmuré.

—No —negó—. Eres mi salvación. Y la de él —miró hacia Elías—. No me quiten eso.

Sus dedos tiembla­ron al borde de mi mandíbula. No había brutalidad esta vez; había una necesidad casi adolescente, el pulso desnudo de un hombre que a la fuerza aprendía a pedir.

—Adrián…

—Solo… déjame estar aquí. —Apoyó su frente en la mía—. Déjame respirar en ti.

Cerré los ojos. El mundo quedó hecho de lluvia, de humo, de su aliento caliente. Me besó. Lento. Sin la furia que siempre me doblaba. Un beso profundo, tenso, como si se contuviera para no romper algo frágil. Y lo estaba logrando: estaba cambiando el modo en que ardía.

—No sé amar de otra forma —susurró, interrumpiendo el beso—, pero puedo aprender si te quedas.

Mi boca buscó la suya, un instante apenas, como respuesta imperfecta. Su temblor se volvió victoria. Me abrazó. Y por primera vez su abrazo no fue una jaula, sino un refugio de fuego.

—Laura —la voz de Julián nos alcanzó, suave, desde la penumbra—. Necesito tu ayuda con el vendaje.

Adrián cerró los ojos un segundo y asintió, crispado. Me soltó. Caminé hacia Julián, pasé la venda bajo su camisa rasgada. Su piel estaba caliente, la herida aún sangraba.

—Duele —dijo él, sin quejarse—. Pero pasa.

—Te debo… —empecé.

—No me debes nada. —Sonrió cansado—. Solo vive.

Le limpié la sangre con agua tibia de la cantimplora. Él me miraba en silencio, como si ese acto sencillo fuera una promesa de otra vida. Cuando terminé, apreté la venda. Julián tragó aire.

—Gracias —murmuró—. Ahora él.

Se refería a Adrián. Volteé. Tenía quemaduras irregulares en el antebrazo. Tomé otra venda y avancé. Él me ofreció el brazo, tenso, los ojos clavados en mí, esperando que lo rechazara. No lo hice. Pasé el paño húmedo, con cuidado. El contacto nos sacudió a ambos.

—No soy tu enemigo —dijo Julián, en voz baja, mirando a Adrián—. Solo no quiero verla rota.

—Yo tampoco —respondió Adrián, sin apartar la vista de mí—. Pero tú confundes libertad con huida.

—Y tú confundes amar con poseer.

La lluvia martilló el techo más fuerte. Elías, ya más tranquilo, jugaba despacio con el cochecito de madera, trazando carreteras invisibles sobre la camilla. Marina, callada, parecía contar segundos.

—¡Basta de filosofías! —dijo al fin—. ¿Qué sigue, Laura? ¿Huimos a una cabaña de final feliz? ¿O aceptas, de una vez, que esta historia no te va a regalar paz?

—No necesito paz —contesté—. Necesito verdad.

Sus ojos —mis ojos— brillaron.
—Entonces escucha.

Se acercó a Elías y se agachó a su altura. El niño la miró con atención desconfiada.

—Dime lo que escuchaste, pequeño.

—No quiero —Elías se encogió de hombros—. Mamá se muere si hablo.

—Tu madre morirá si no hablas —rectificó Marina, veneno dulce—. Él —señaló el cobertizo, las sombras, el patio— no va a detenerse.

—Suficiente —cortó Julián, plantándose entre ambos.

—Déjalo —dije, temblando—. Yo lo escucharé.




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