El silencio que siguió a la desaparición de Elías fue peor que cualquier grito. Mis brazos quedaron vacíos, mi pecho frío, mis ojos incapaces de creer lo que habían visto. Lo había tenido contra mí hacía un segundo… y ahora ya no estaba.
—¡Elías! —grité, mi voz temblando con desesperación.
El eco de su nombre golpeó las paredes del consultorio y se deshizo en la noche. Ni una respuesta. Solo la sensación de que el tiempo se me escapaba entre los dedos. Adrián golpeó la mesa con rabia, los ojos enloquecidos, los labios tensos como un cuchillo.
—¡Lo tiene ella! ¡Marina se lo llevó!
Julián me sostuvo del brazo antes de que cayera al suelo, porque mis rodillas me habían abandonado.
—Laura, tranquila, lo encontraremos.
Negué con la cabeza, el alma hecha pedazos.
—No… no entiendes. ¡Ella lo tiene! ¡Mi hijo está con ella!
Adrián se acercó, me sujetó con fuerza de los hombros, obligándome a mirarlo a los ojos.
—Te juro, Laura, que voy a traerlo de vuelta. No importa si tengo que arrancarlo del infierno, lo haré.
Pero Julián lo apartó de un tirón.
—No es con juramentos como se rescata a un niño. Necesitamos cabeza, no solo fuerza.
Adrián lo fulminó con la mirada.
—¿Y qué propones? ¿Sentarnos a esperar? ¡Ese niño es mío tanto como de ella!
El silencio cayó como una losa. Mi respiración se cortó. ¿Lo había dicho a propósito? ¿Por impulso? Julián apretó los labios, dolido.
—No lo uses como un trofeo —replicó—. Elías no es la confirmación de tu obsesión.
Adrián rugió, pero yo levanté las manos.
—¡Basta! —grité con lágrimas en los ojos—. ¡No es momento de discutir! ¡Es mi hijo el que está en peligro!
Ambos callaron. El eco de mi grito fue lo único que quedó flotando.
El rastro
Salimos al bosque. La noche estaba húmeda, la lluvia había cesado pero el olor a tierra mojada lo cubría todo. El cielo, oscuro, apenas dejaba ver una franja de luna entre las nubes.
El suelo guardaba huellas pequeñas, marcadas en el barro. Las de Elías. Y junto a ellas, pasos firmes, delicados, femeninos. Marina. Me incliné, temblando, acariciando las huellas como si pudiera sentir a mi hijo todavía allí.
—Lo sigo… lo sigo hasta donde sea.
Adrián me tomó del brazo.
—Voy contigo.
Julián se acercó al otro lado.
—Y yo también.
No había discusión posible. Caminamos siguiendo las huellas, cada paso una punzada en el corazón. El bosque se cerraba a nuestro alrededor, los árboles se alzaban como guardianes silenciosos. El viento susurraba entre las ramas, como si el propio lugar quisiera advertirnos que no siguiéramos adelante. Pero no había vuelta atrás.
El amor que quema
En medio del camino, Adrián me detuvo con un tirón. Me giró hacia él, sus ojos oscuros brillaban con una intensidad peligrosa.
—Escúchame, Laura. —Su voz fue ronca, casi un ruego—. Cuando lo encontremos, cuando todo esto termine, no dejaré que te apartes de mí.
Mi pecho se apretó.
—No hables de eso ahora.
—¡Tengo que hacerlo! —me interrumpió, con desesperación—. Si lo pierdo, me pierdo yo. Y si te pierdo a ti… entonces ya no queda nada.
Me besó de pronto, con furia, con necesidad. Sus labios me aplastaron contra el tronco de un árbol, su cuerpo ardía contra el mío. Era un beso que no pedía permiso: lo exigía todo. Sentí que me ahogaba, que me consumía, que me arrancaba el alma.
Lo empujé con lágrimas en los ojos.
—¡Adrián, basta!
Él me miró como un animal herido, los labios temblando.
—No puedo… no puedo dejar de amarte.
El silencio entre nosotros ardía más que el fuego.
El refugio de Julián
Fue Julián quien me sostuvo cuando mis piernas volvieron a flaquear. Me envolvió con un brazo fuerte y me miró con esos ojos que siempre eran un refugio.
—No tienes que cargar con todo sola —me dijo suavemente—. Déjame llevar algo de tu peso.
Apoyé mi frente en su hombro. Por un momento, respiré paz. Julián me besó la frente con ternura, un roce suave, como una promesa.
—Laura —susurró—. Yo no quiero cadenas. No quiero arrastrarte. Solo quiero verte sonreír otra vez.
Mis lágrimas mojaron su camisa. Y detrás de nosotros, Adrián nos miraba con los puños cerrados y los ojos encendidos de celos.
El claro
El rastro de huellas nos llevó a un claro iluminado por la luna. Allí, entre la hierba húmeda, estaba Elías. De pie. Con el cochecito de madera en la mano. Corrí hacia él con el corazón en la garganta.
—¡Elías!
El niño levantó la vista. Sus ojos brillaban con lágrimas, pero no se movió. A su lado, como una sombra, estaba Marina, sujetándolo de la mano.
—Mamá… —susurró el niño, su voz temblorosa.
Me detuve a pocos pasos, el corazón a punto de estallar.
—Ven, cariño. Ven conmigo.
Marina sonrió, fría.
—No puede. Todavía no.
Adrián dio un paso al frente, rugiendo.
—¡Suéltalo ahora mismo!
Pero Marina levantó una mano, como ordenando silencio.
—No entienden nada. Elías no está en peligro. Elías está conmigo porque quiere conocer la verdad.
—¡Es un niño! —gritó Julián—. ¡No necesita tus juegos!
—No son juegos —replicó Marina, con calma—. Son cadenas que ustedes mismos forjaron.
Elías bajó la mirada.
—Mamá… quiero saber quién soy.
Mi alma se rompió en mil pedazos.
La elección
—Te lo diré yo —prometí, con lágrimas en los ojos—. No necesitas ir con ella.
Marina rió suavemente.
—¿De verdad? ¿Vas a decirle que fuiste tú quien lo condenó desde que nació? ¿Que su existencia es la consecuencia de un pacto sellado por tu madre y el hombre que está detrás de todo?
Elías alzó la vista, sus ojos grises y dorados brillaban en la oscuridad.
—¿Es cierto, mamá?
Mi respiración se cortó. Las palabras se atoraron en mi garganta.