La herida del vacío
El cochecito de madera descansaba entre mis manos como si fuera el último lazo que me unía a mi hijo. Elías había desaparecido, tragado por la tierra junto a Marina, y yo sentía que el aire me faltaba, que mi corazón se desgarraba pedazo a pedazo.
—¡Elías! —volví a gritar, mi voz quebrada por la desesperación.
La noche devolvió mi eco, cruel y vacío. Adrián estaba junto a mí, los puños cerrados, el rostro desencajado por la furia. Se inclinó hacia mí, me sostuvo el rostro con manos ásperas y me obligó a mirarlo.
—Te lo juro, Laura. Lo traeré de vuelta. Aunque tenga que arrancarlo de las manos del mismísimo demonio, lo haré.
Sus ojos ardían como brasas. Era una promesa obsesiva, desesperada. Yo lo creí… y lo temí al mismo tiempo. Julián, herido pero firme, se interpuso.
—No es con violencia como lo vamos a recuperar. Si corres ciego tras ellos, lo perderás para siempre.
Adrián lo miró con odio.
—¿Y tú qué sabes?
—Sé que lo amas de la forma equivocada —replicó Julián con calma—. Y eso lo puede destruir.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Yo apretaba el cochecito contra mi pecho como si me diera fuerzas.
—No tenemos tiempo —susurré—. Tenemos que seguir su rastro.
El sendero marcado
El suelo del bosque aún mostraba huellas frescas: los pies pequeños de Elías junto a los de Marina. Avanzaban hacia lo más profundo, donde la luna apenas tocaba la tierra.
Empezamos a seguirlas. Adrián caminaba delante, como un lobo dispuesto a matar; Julián iba a mi lado, atento a cada respiración mía. Yo iba en medio, con el alma desgarrada, sintiendo que cada paso me alejaba de la cordura.
—No entiendo cómo pudo irse con ella —susurré, con lágrimas cayendo—. ¡Es mi hijo!
Julián me rozó la mano, suave, como un recordatorio de que no estaba sola.
—No se fue contra ti. Fue por ti. Quiere descubrir la verdad para liberarte.
Adrián giró la cabeza, con rabia.
—¡No repitas eso! ¡No uses su inocencia como excusa! Marina lo manipuló, lo envenenó.
Yo callé, porque en el fondo ambos tenían razón. El bosque se volvió más oscuro. El aire más frío. Los árboles crujían con cada ráfaga de viento, como si sus ramas quisieran detenernos. De pronto, Adrián se agachó y recogió algo del suelo. Era una cinta azul. La que Elías llevaba atada en la muñeca.
—Es suya —murmuré, acariciándola con los dedos.
Adrián me la devolvió, con un brillo en los ojos.
—Nos está dejando señales.
El choque de amores
Seguimos caminando hasta llegar a un pequeño claro iluminado por la luna. Allí, Adrián se detuvo de golpe y se volvió hacia mí.
—Laura, mírame —ordenó, con voz grave.
Yo lo hice, confundida. Él se acercó, me tomó de la cintura y me aprisionó contra su pecho.
—No importa lo que pase allá adelante. No importa lo que descubramos. Eres mía. ¿Lo entiendes? Mía.
Me besó con una pasión feroz, como si quisiera grabar su marca en mis labios. Yo temblaba, atrapada entre el deseo y el miedo, incapaz de rechazarlo, incapaz de entregarme del todo.
Julián nos separó de un empujón.
—¡Basta, Adrián! ¿No ves que la estás ahogando?
Adrián rugió, con los ojos encendidos.
—¿Y qué pretendes tú? ¿Que la envuelvas con tus palabras dulces mientras la arranco de mis brazos?
—Pretendo que sea libre —respondió Julián con firmeza—. Que no tenga que elegir entre cadenas o huida.
Yo lloraba en silencio, partida en dos. Adrián me quemaba como fuego; Julián me abrazaba como un refugio. Ambos me amaban, pero de formas tan distintas que me desgarraban.
La primera revelación
El camino se estrechó entre raíces retorcidas hasta que llegamos a lo que parecía un arco de piedra cubierto de musgo. Sobre él había símbolos extraños, grabados como cicatrices antiguas.
Julián pasó los dedos por ellos.
—Es un umbral. Un lugar oculto.
Adrián frunció el ceño.
—¿Qué significa?
—Que Marina lo llevó a donde nadie más puede entrar… salvo que ella lo permita.
Me estremecí.
—¿Y cómo lo atravesamos?
De pronto, el cochecito de madera en mis manos vibró levemente, como si algo lo hubiera despertado. Lo levanté y lo apoyé contra la piedra. La superficie brilló con un resplandor verdoso y el arco se abrió, revelando un pasadizo descendente. El aire que salió de allí era helado, cargado de un eco antiguo.
—Él nos está guiando —dije, con el corazón acelerado—. Elías me está llamando.
El descenso
Entramos en el pasadizo. Era estrecho, húmedo, con paredes de piedra cubiertas de líquenes. El silencio era tan profundo que escuchábamos nuestros propios corazones latiendo.
A cada paso, Adrián me sujetaba de la mano con fuerza, como si temiera perderme. Julián iba detrás, protegiendo nuestra espalda.
—¿Qué es este lugar? —pregunté, con un hilo de voz.
—Un santuario prohibido —respondió Julián—. Un sitio donde los secretos se guardan a cambio de sangre.
Me estremecí. De pronto, escuchamos un eco. Una voz infantil, suave, lejana.
—Mamá…
Corrí hacia adelante, con lágrimas en los ojos.
—¡Elías!
La voz se desvaneció. Y otra, más profunda, más oscura, surgió en su lugar.
—Laura…
Me detuve en seco. Esa voz no era de mi hijo. Era algo más.
El enfrentamiento
El pasadizo se abrió a una cámara subterránea iluminada por antorchas verdes. En el centro, sobre un círculo de símbolos grabados, estaba Elías.
Marina lo tenía de la mano. Sus ojos brillaban como espejos.
—Llegaron al fin —dijo con una sonrisa fría—. Justo como debía pasar.
Corrí hacia mi hijo, pero un muro invisible me detuvo. Golpeé el aire, desesperada.
—¡Suéltalo!
Elías me miró con lágrimas.
—Mamá… tengo que hacerlo.