Prisionera De Su Obsesión

El eco de las sombras

El vacío

Elías había desaparecido en el pasadizo oscuro, y su risa una mezcla de inocencia y maldad aún resonaba en mis oídos. Me quedé arrodillada, con el cochecito de madera en las manos, temblando.

—¡Elías! —grité— ¡No te alejes de mí!

El eco devolvió mis palabras como un susurro cruel. Adrián me tomó de los brazos, tratando de levantarme.

—Voy a entrar. No me importa lo que me espere allí dentro.

Julián lo detuvo de inmediato, poniéndose frente a él.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si lo único que quiere es que entres para atraparte?

Adrián lo empujó con furia.
—¡No me importa! Es mi hijo.

—¡Es el hijo de Laura! —corrigió Julián, con una calma firme que encendió más la rabia de Adrián.

Yo me interpuse entre ambos, con la voz quebrada:
—¡Basta! No lo entienden… no es cuestión de quién lo reclame. La verdadera pelea está dentro de él.

Ambos me miraron, y por un instante sentí que comprendían.

La decisión de Laura

Respiré hondo y me sequé las lágrimas.
—Voy a entrar sola.

Adrián me sujetó de la muñeca, con los ojos encendidos.
—¡Ni hablar! No dejaré que te adentres en esa oscuridad sin mí.

—Ni yo —añadió Julián, con tono decidido—. No te dejaré cargar sola con esto.

Negué con la cabeza.
—Si ustedes entran, Elías seguirá dividido. Seguirá escuchando sus voces enfrentadas. Tengo que ir yo… soy su madre.

El silencio fue pesado. Adrián apretó los dientes con furia. Julián cerró los ojos, resignado.

—Si vas, no lo hagas pensando en cadenas ni en culpas —dijo Julián suavemente—. Hazlo pensando en el amor que siempre le diste.

Adrián me acarició la mejilla con brusquedad, como si fuera la última vez.
—Vuelve conmigo, ¿me oyes? Porque si no regresas… yo mismo destruiré este lugar.

Asentí, temblando.

El pasadizo

La entrada estaba cubierta de símbolos verdes que brillaban levemente. El cochecito en mis manos vibró otra vez, guiándome.

Di un paso dentro, y el aire cambió. El frío me atravesó como un cuchillo. El pasillo era estrecho, cubierto de grietas y raíces que parecían moverse.

El eco de mi hijo resonaba a lo lejos.
—Mamá… estoy aquí.

Apreté el cochecito contra mi pecho y avancé.
Cada tanto, otra voz surgía, más grave, como un rugido:

—Ven, Laura… ven y entrégamelo.

El reflejo

Llegué a una cámara iluminada por antorchas negras. En el centro estaba Elías, sentado en el suelo, abrazando sus rodillas.

Corrí hacia él, pero me detuve en seco. Había dos figuras a su lado.

Una era él mismo, con el ojo dorado brillando, el rostro dulce e inocente.
La otra era un reflejo oscuro: el mismo niño, pero con el ojo completamente negro y una sonrisa cruel. El verdadero Elías me miró con lágrimas.

—Mamá, no sé quién soy.

El reflejo rió, con una voz profunda.
—Eres mío. Siempre lo fuiste.

Mi corazón se desgarró.

La batalla interior

Me arrodillé frente a los dos.
—No tienes que elegir entre ser uno u otro. Eres ambos, y eso no te hace menos mío.

Elías extendió una mano hacia mí, temblando.
—Pero si no elijo, voy a romperme.

El reflejo oscuro se acercó más, tocándole el hombro.
—Si eliges la luz, serás débil. Si eliges la sombra, serás fuerte.

—¡No! —grité—. La fuerza no está en la oscuridad ni en la luz. La fuerza está en tu corazón.

El niño sollozó, dividido entre ambas partes.

El desafío

El reflejo me miró, con sus ojos negros ardiendo.
—Entonces demuéstralo, Laura. ¿Qué estarías dispuesta a sacrificar por él?

El suelo tembló, y una daga apareció entre las piedras.

—Si realmente lo amas, dale tu sangre. Déjalo beber de ti. Y entonces sabremos quién domina en su interior.

Me quedé helada.

—¡No! —grité—. ¡No haré que mi hijo beba mi sangre!

Elías me miró, con lágrimas corriendo.
—Mamá… si eso me salva…

—¡No! —grité otra vez, con el corazón en la garganta—. ¡El amor no se demuestra con sangre, se demuestra con vida!

El reflejo rió, pero sus ojos vacilaron.

El abrazo

Corrí hacia mi hijo, ignorando al reflejo. Lo tomé entre mis brazos, apretándolo contra mi pecho.

—Elías, no importa lo que digan. No importa lo que seas. Siempre vas a ser mi hijo. Y yo siempre voy a amarte, aunque el mundo entero te tema.

El niño tembló en mis brazos. El ojo dorado brilló con más fuerza. El reflejo gritó con furia, deshaciéndose en humo negro que intentó envolvernos.

—¡No podrás retenerlo para siempre! ¡Él me pertenece!

—¡No! —respondí con lágrimas—. Pertenece a sí mismo… y a mí.

El humo estalló en un rugido y desapareció entre las paredes.

Elías respiraba entrecortado, acurrucado contra mí. Pero antes de que pudiera tranquilizarme, levantó la cabeza. Su ojo dorado brillaba con fuerza… pero el negro también. Y entonces, con una sonrisa extraña, dijo:

—Mamá… ahora los dos estamos dentro de mí.

En ese instante comprendí que la batalla no había terminado: apenas acababa de comenzar, y mi hijo era al mismo tiempo la luz que podía salvarnos… y la sombra que podía destruirnos




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