La noche había dejado un hilo de agua en los aleros. El bosque callaba como si temiera pronunciar nuestro nombre. Aun así, el silencio no alcanzaba para ordenar mi cabeza: Elías dormía en el catre, arropado con dos mantas; uno de sus ojos, incluso cerrado, parecía más luminoso que el otro, como si la luz y la sombra siguieran discutiendo en sueños.
Adrián rondaba la cabaña como un animal en guardia, con el cuchillo escondido en la bota y la mandíbula apretada. Julián, agotado pero terco, hervía agua y preparaba infusiones “para el miedo”, como dijo con una sonrisa leve.
—No es magia —explicó—. Es rutina. Los niños necesitan constancia para que el corazón recuerde el camino a casa.
Adrián resopló.
—La constancia no sirve contra lo que llevamos en la sangre.
—Sirve para enseñarle a no obedecerle a la sangre —replicó Julián—. Empieza por ti.
Yo me acerqué al catre. Elías respiraba hondo, pero sus dedos se apretaban sobre el cochecito de madera. Cuando le aparté un mechón de la frente, sus párpados temblaron y el ojo izquierdo —gris con destellos dorados— asomó como el amanecer. El derecho siguió oscuro, celoso.
—Mamá… —susurró en sueño—. No dejes que se lleve mi voz.
—No voy a dejarla —le prometí—. Te lo juro por todo lo que soy.
El amanecer nos trajo una tregua. Preparé pan con miel; el olor dulce parecía pelear contra la humedad de la cabaña. Elías despertó con hambre de niño y devoró dos rebanadas; se me aflojaron los pulmones. Durante una hora completa fue solo niño: rió cuando Julián hizo un “truco” con monedas, preguntó por qué las hojas bailaban si no sonaba música, persiguió un rayo de sol que se colaba por la ventana.
Luego, sin aviso, la sonrisa cambió.
—¿Por qué lo miras tanto? —le dijo a Julián, con una voz demasiado grave para su cuerpo—. ¿Quieres robármela?
Julián bajó la mirada sin ceder el gesto amable.
—Yo no robo. Acompaño.
—Acompañar es quedarse al lado, no delante —contestó Elías… o la otra parte de Elías—. Si te interpone, lo aparto.
El aire se espesó. Adrián se enderezó, listo para intervenir. Yo me arrodillé frente al niño.
—Mi amor —dije despacio—, cuando esa voz te hable, pregúntale para qué te sirve. Si responde con miedo o con órdenes, no es el camino.
El ojo dorado vaciló; la sombra siseó.
—Me sirve para que nadie la toque.
—Yo no soy un premio —le susurré, besándole la frente—. Soy tu mamá.
Elías pestañeó. La tensión se disolvió en un suspiro, y volvió a apoyarse en mi hombro como si nada hubiese pasado.
Aprendí algo: los celos la alimentan. Cada mirada cruzada, cada palabra áspera entre Adrián y Julián le daba más filo a la sombra. En cambio, las pequeñas elecciones del niño comer solo, escoger su taza, decidir qué historia leer fortificaban la luz. Aquella mañana establecimos tres reglas, sin dramatismos:
1. Yo elijo cuándo hablamos y cuándo callamos.
2. Cada uno toca solo lo que le pertenece.
3. Si la sombra quiere gritar, primero respira (Julián le enseñó a contar cuatro inhalando, cuatro exhalando, con los dedos).
Elías aceptó las reglas como quien recibe una llave. Adrián murmuró que eran “blandas”, pero no las discutió. La paz duró lo que dura un parpadeo.
Golpearon la puerta dos veces: tak… tak. Nadie sabía que estábamos allí. Intercambiamos miradas. Adrián acercó un dedo a los labios y se escurrió con el cuchillo, pegado a la pared. Julián me hizo un gesto para que abrazara al niño. Abrí apenas una rendija.
En el marco, apoyado con la seguridad de quien jamás pide permiso, estaba él: el padre de Adrián. Traje gris, paraguas cerrado, zapatos que no se manchan. Sonrió como si el mundo le perteneciera.
—Han tenido una noche… intensa —dijo.
Adrián apareció detrás de la puerta, se interpuso entre nosotros y su sombra.
—Te di una oportunidad de vivir. La estás desperdiciando.
—Hijo, por favor. —El hombre mojó la voz con paciencia—. Vine a ofrecer soluciones, no amenazas. Laura —clavó sus ojos en mí—, lo que suceda de aquí en adelante depende de tu inteligencia. La prensa pregunta por el niño. Los accionistas también. Hay gente dispuesta a comprar esta historia si nosotros no la contamos antes.
—No es una historia. Es mi hijo —dije.
—Y un activo —corrigió con suavidad—. Un activo que puede hundir o salvar fortunas. En 48 horas habrá una audiencia privada. Allí se resolverá la custodia y, ya que estamos, ciertas… dudas de paternidad. Si asistes conmigo, tendrás garantías. Si te escondes, entrarás a otra liga: persecución.
La palabra perforó la madera. Noté el leve temblor de Elías contra mí.
—No irá a ninguna parte contigo —gruñó Adrián—. Y si pones un pie más, te quiebro la mano con la que firmas.
El hombre no parpadeó.
—¿Y si te digo que puedo borrar los documentos del pacto que tanto te avergüenza? —bajó la voz, directo, venenoso—. O publicarlos con mi interpretación.
La tentación cruzó a Adrián como un relámpago. Julián lo vio; se adelantó un paso.
—No definas a un niño desde un papel —dijo—. Lo encarcelas.
El padre sonrió sin dientes.
—No defino niños, joven. Defino mundos. —Me sostuvo la mirada—. 48 horas, Laura. Ese es mi generoso margen. Preséntate y todo será civilizado. O no te presentes… y verás lo que es pelear sin reglas.
Se marchó sin esperar respuesta, dejando el olor a lluvia y tabaco caro flotando en la entrada. Elías, que se había quedado rígido, levantó el rostro.
—Mamá, no quiero que decidan por mí.
—Nadie va a hacerlo —respondí—. Pero vamos a necesitar algo más que valentía.
—¿Qué?
—La verdad.
Esa tarde, Julián salió a conseguir un contacto del hospital donde había nacido Elías. “Una enfermera jubilada que no le debe nada a nadie”, dijo. Adrián no quiso que fuese solo; discutieron media hora hasta que acordamos que se iría Julián con el teléfono encendido y un punto de encuentro a dos calles. Cuanto más lejos de su pelea, mejor para el niño.