Prisionera De Su Obsesión

El laberinto de dos almas

El instante suspendido

La frase cayó como un trueno en medio del claro:

Solo uno de nosotros sobrevivirá.

Las dos versiones de Elías brillaban, tensas como imanes opuestos a punto de repelerse con furia. Una ráfaga de viento apagó la vela de Luz y el bosque quedó en sombras, apenas iluminado por la luna.

Yo caí de rodillas. La tierra estaba húmeda, pero mi cuerpo ardía de desesperación.

—¡No! —grité—. No voy a dejar que se destruyan el uno al otro.

Elías dorado lloraba, con la inocencia en sus ojos temblorosos.
—Mamá, no quiero morir.

Elías oscuro sonrió con crueldad.
—Y yo no pienso desaparecer.

El suelo se abrió en grietas bajo sus pies. El bosque se estremecía como si temiera la decisión.

La decisión imposible

Adrián desenvainó su cuchillo, con la respiración acelerada.
—Entonces elijo yo. —Su voz era un rugido—. Prefiero tener un hijo fuerte a no tener ninguno.

—¡Basta! —grité, interponiéndome entre él y los dos niños—. Si lo hieres, hieres al verdadero.

Julián se colocó a mi lado, su brazo sangrante levantado en defensa.
—Laura tiene razón. No entiendes que son la misma vida.

Elías oscuro rió.
—Ella tendrá que mancharse las manos, no tú. Es su decisión.

Marina dio un paso adelante, con el cuchillo en alto.
—Entonces déjenla decidir.

Me giré hacia ella con furia.
—¿Qué ganas con esto?

Marina me miró con un brillo extraño, entre burla y tristeza.
—Gano verte hacer lo que yo nunca pude: elegir a quién salvar.

El salto a lo desconocido

Las dos versiones de Elías gritaron al mismo tiempo. El aire se partió en un haz de luz y sombra que me envolvió. Sentí que mi cuerpo se disolvía, que el suelo desaparecía. Cuando abrí los ojos, ya no estaba en el claro. Estaba en un laberinto. Muros altísimos de cristal se alzaban a mi alrededor, reflejando mi rostro una y otra vez. Cada espejo mostraba una versión diferente de mí: con miedo, con furia, con desesperación. El silencio era tan profundo que podía escuchar el latido de mi corazón.

—Mamá… —la voz dulce de Elías resonó, lejana.

—Laura… —la voz oscura susurró, como un eco desde el fondo del laberinto.

Me llevé una mano al pecho. El cochecito de madera seguía allí, cálido como si respirara.

Estoy dentro de él, pensé, temblando. Dentro de su batalla.

El encuentro con la luz

Corrí por los pasillos hasta llegar a una sala bañada por resplandores dorados. Allí estaba Elías dorado, sentado en el suelo, con las rodillas abrazadas.

—Mamá… —me miró con lágrimas—. Tengo miedo. Si él gana, yo desapareceré.

Me arrodillé frente a él y lo abracé con fuerza.
—No vas a desaparecer. Te lo prometo.

—Pero soy débil… —susurró—. Él siempre gana. Es más fuerte, más valiente.

Lo tomé de las mejillas y lo obligué a mirarme.
—No eres débil. Eres la parte que me recuerda por qué vale la pena luchar. Sin ti, no habría razón para nada.

Elías sonrió entre lágrimas, pero el suelo vibró y una carcajada oscura llenó la sala.

El encuentro con la sombra

De las grietas del cristal emergió el Elías oscuro, más alto, con los ojos como pozos de carbón.
—¿De verdad crees que lo necesitas? Yo soy el que te protegerá de todos. Soy el que nunca permitirá que nadie te arrebate lo que amas.

Se acercó, con la sonrisa torcida.
—Yo soy tu hijo también. Y si lo aceptas, nadie volverá a tocarte.

El dorado se escondió detrás de mí, temblando. Yo respiré hondo y enfrenté al oscuro.
—No eres mi enemigo. Pero tampoco eres mi dueño.

Él entrecerró los ojos.
—Entonces dime, ¿a quién abrazas primero cuando ambos lloramos?

No supe qué responder.

La trampa del laberinto

Los espejos comenzaron a llenarse de escenas de mi pasado: mi madre firmando el pacto, Adrián reclamándome con obsesión, Julián protegiéndome con dulzura. Cada reflejo me mostraba un destino distinto para Elías: convertido en un guerrero frío, en un niño perdido, en un hombre roto. Elías dorado me apretaba la mano.

—No lo dejes ganar.

El oscuro se cruzó de brazos.
—Si no me eliges, él morirá.

Los espejos se quebraron, lanzando esquirlas que se clavaban en el suelo como cuchillas.

Tuve que gritar para callar las voces:
—¡No voy a elegir entre ustedes! ¡Voy a unirlos!

La unión imposible

El laberinto se estremeció. Los dos Elías se miraron, como si la idea fuera un veneno.

—¿Unirme con él? —preguntó el dorado, horrorizado—. Me matará.

—¿Unirme con él? —rió el oscuro—. Me debilitará.

Yo me acerqué a ambos y extendí las manos.
—No son enemigos. Son dos mitades de la misma alma. Sin uno, el otro se rompe.

Los dos niños temblaron. El dorado me miró con esperanza. El oscuro bajó la vista, como si esas palabras lo lastimaran.

—Si me unes con él, dejaré de ser yo —susurró la sombra.

—No —le acaricié el rostro con suavidad—. Serás completo.

La prueba final

El suelo se abrió y los tres caímos en un abismo. Al levantar la vista, vi un puente de cristal suspendido sobre un río negro. Del otro lado, una puerta luminosa nos esperaba.

—Solo uno puede cruzar —dijo una voz que era ambas a la vez.

Elías dorado me tomó la mano.
—Cruza conmigo, mamá.

El oscuro extendió la suya.
—Cruza conmigo y nunca volverás a tener miedo.

Me quedé en medio, con el corazón desgarrado. Entonces recordé el cochecito. Lo levanté en alto.
—Este no es para uno solo. Es para los dos. Si cruzamos, cruzamos juntos.

Los dos miraron el juguete y algo en sus ojos cambió.

La fusión

Ambos niños avanzaron, temblando. El puente comenzó a quebrarse bajo nuestros pies.




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