Prisionera De Su Obsesión

La noche antes del veredicto

La luna estaba alta, limpia, como si hubiera lavado el bosque por dentro. Elías respiraba contra mi clavícula, ya no partido en dos, pero tampoco en paz. En su mirada convivían el amanecer y el abismo: un ojo dorado que me pedía confianza, un ojo negro que me pedía poder.

—Mamá —susurró—, ¿y si mañana me obligan a elegir?

—Entonces lo haré contigo —respondí—. No por ti. Contigo.

El cochecito de madera pesaba más que nunca entre mis manos. Detrás, Adrián afilaba la tensión con los dientes apretados; Julián tejía planes con una calma febril; Marina se había vuelto viento y cuchillo, a ratos hermana, a ratos espejo; Luz revisaba documentos con la firmeza de quien sabe dónde se guarda la verdad.

El claro del arroyo ya recogía nuestros pasos como si fueran huellas legales. Mañana era la audiencia “privada”. Y todos entendíamos que lo privado, en manos del enemigo, era otra forma de enterrarnos.

—Escuchen —dijo Luz, extendiendo tres papeles plastificados—. Estas son copias del libro de partos, la pulsera con tu apellido cortado, Laura, y el memo de “Transferencia Incubadora B” con firma externa. Si los presentamos solos, los sepultan. Si los presentamos con testigos y cámaras, los obligamos.

—¿Cámaras? —pregunté.

—Mi amigo del canal local —metió la cabeza Julián, enseñando la pantalla del móvil—. Si venimos con la enfermera y con el médico que se quebró la otra noche, nos abre diez minutos de aire antes de la audiencia. Es poco, pero suficiente para que esto no se pueda tapar.

—Y te van a seguir —gruñó Adrián, cruzado de brazos—. A ti, a él, a todos.

—Por eso no iremos juntos —replicó Julián—. Marina me cubrirá la salida por la costanera. Luz irá conmigo. Laura, tú te quedas con Adrián y Elías. Entrarán por la puerta del personal, cinco minutos después, directo a la sala. Sin héroes, sin cuchillos.

—No me pidas lo que no sé prometer —masculló Adrián.

Elías lo miró, fijo, con el ojo oscuro palpitando.

—Prométeme algo —pidió—. Que si mañana grito, no vas a gritar más fuerte.

Adrián tragó piedra. Bajó los ojos. Y asintió. Fue un gesto pequeño. Bastó para que el dorado se encendiera un poco en Elías.

Nos dispersamos en la madrugada como piezas que aceptan su casillero. Marina caminó conmigo hasta la linde del bosque. Había guardado su cuchillo. Esa sola imagen me descolocó.

—No te fíes —dijo, como disculpándose—. Sé cuándo no usarlo.

—¿Por qué vuelves? —pregunté—. Hace semanas estabas feliz de empujarme al borde.

—Porque ya conozco el fondo. Y no quiero ver ese fondo en él —alzó la barbilla hacia Elías—. Somos espejos, Laura. Pero no quiero que tu reflejo termine como el mío.

—¿Quién eres realmente? —la pregunta me salió sin filtro.

Sonrió con mis labios; por primera vez, sin burla.

—La elección que no tomaste. La prueba de que te rescataron tarde. —Y añadió, bajo—: Mañana, si las cosas se tuercen, busca el pabellón D. En esa sala hay una caja gris con un sello de media luna. Ábrela delante de todos. No confíes en mi palabra. Confía en lo que tocas.

Se fue como vino: sin ruido, sin pedir permiso.

La cabaña nos guardó el resto de la noche como un secreto. Adrián dio vueltas a la mesa tantas veces que gastó un surco. Cuando por fin se sentó, dejó su cuchillo arriba, en medio, como si fuese un animal domado.

—Quiero que me odies por lo que soy —dijo—, no por lo que fui.

—No te odio —le respondí—. Te detengo cuando me ahogas. Es distinto.

Elías dibujaba círculos con una tiza en el piso. Uno grande, dos pequeños dentro. A ratos, su mano se movía suave. A ratos, furiosa.

—¿Qué haces, amor? —pregunté.

—Estoy decidiendo quién habla primero mañana —respondió con simpleza—. La luz dice que te mire a los ojos. La sombra dice que los haga mirar a todos.

—¿Y tú? —preguntó Julián, desde la puerta, pálido de cansancio con una sonrisa que siempre llega a tiempo—. ¿Tú qué dices?

Elías alzó la tiza, manchándose la nariz sin querer.

—Que si digo la verdad muy bajito, nos pisan. Y si la digo gritando, me pierdo.

Se hizo un silencio raro. Era la clase de verdad que no sabe gritar y que, sin embargo, rompe.

—Entonces vamos a darte un escenario —propuso Julián—. Ni susurrado ni alarido. Amplificado.

Antes del alba, practicamos tres reglas para el día siguiente:

1. Elías habla primero. Nadie se adelanta.

2. Nadie toca a nadie sin permiso. Ni el abogado, ni el juez, ni nosotros.

3. Si la sombra quiere gritar, primero cuenta cuatro.

Elías aceptó y se metió al catre. Yo me acosté a su lado. En la oscuridad, escuché su doble respiración, y supe que los dos me oían.

—Mamá —dijo el dorado, al borde del sueño—. Si me equivoco, ¿me sigues queriendo?

—Cuando aciertas, cuando fallas, cuando eliges, cuando dudas —le besé el pelo—. Siempre.

El negro esperó. Luego habló, bajísimo, casi niño:

—¿Y si mañana me divierto haciéndolos sufrir?

No mentí.

—Entonces te pondrás triste después. Y yo estaré allí igual.

La respiración se volvió pareja. Dormidos, se parecían.

El día nació con olor a papel mojado y trajes planchados. El tribunal parecía una iglesia sin fe: mármol frío, pasillos que ahogan, nombres grabados en metales que nunca miran a los ojos. Luz entró de mi brazo; Julián cargaba un portafolio; Adrián se había dejado el cuchillo en la casa, pero yo sentía su filo dentro de su espalda recta. En la escalera lateral, una furgoneta del canal local. El reportero nos vio llegar y alzó el pulgar. No había marcha atrás.

—Recuerden —dijo Julián—: primero calle, luego cámara. No confundan el orden.

El padre de Adrián apareció con su séquito, perfume caro, sonrisa de vitrina. A su lado, mi madre, más pequeña de lo que la recordaba anoche, sostenida por un dolor viejo.

—Qué puntualidad —dijo él—. Y con público. A los jueces les encantan los espectáculos cuando creen que los controlan.




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