Prisionera De Su Obsesión

El nombre prohibido

La escalera del caos

El aire olía a electricidad quemada. El segundo disparo del taser se había perdido en la piel de Marina, y su cuerpo se desplomaba en cámara lenta sobre la escalinata. Su sonrisa apenas esbozada se quedó congelada, como si hubiera decidido salvarnos con su caída. El cuchillo que siempre parecía un monstruo en sus manos rodó hasta chocar contra la bota de Julián.

—¡Marina! —grité, corriendo hacia ella, pero Adrián me sostuvo del brazo con brutalidad.

—No te expongas. ¡No ahora!

Mi corazón quería arrancarse del pecho. Elías estaba un escalón arriba, con el cochecito partido entre las manos. De su interior había caído esa tarjeta con el sello de media luna. La cámara del canal local se enfocaba sin pestañear.

Las letras brillaban bajo el sol. Un nombre escrito con claridad, tinta negra indeleble.

—Orden de Traslado: firmado por… —balbuceó Luz, con la respiración entrecortada.

Elías me miró. Y en ese instante no era ni luz ni sombra. Era una sola voz, una sola alma reclamando:

—Mamá, ¿lo digo yo… o lo dices tú?

El nombre revelado

El silencio pesaba como plomo. El padre de Adrián extendió la mano hacia la tarjeta, con el descaro de quien siempre logró borrar las pruebas en el último segundo.

—Eso no le pertenece a un niño —sentenció—. Entrégalo.

Pero Adrián se interpuso, por primera vez no como hijo obediente ni como hombre dominado por el odio, sino como un muro.
—No. Él decide.

Elías apretó el papel contra su pecho y alzó la voz.
—¡Fue ella!

Todos lo seguimos con la mirada. El dedo del niño no señalaba a su abuelo. Ni a Julián. Ni siquiera a mí. Elías temblaba, con lágrimas cayendo de sus dos ojos encendidos.

—La firma es de mi abuela.

El mundo se detuvo. Mi madre dio un paso atrás, pálida como un fantasma.

—No… —balbuceó—. No puede ser…

Luz extendió la tarjeta para que el periodista la enfocara. Y allí estaba, impresa con un pulso elegante y cruel: Catalina de Arriaga. Mi madre.

El grito del pasado

Elías cayó de rodillas en los escalones, llorando con una mezcla de rabia y alivio.

—Tú me entregaste… Tú me dividiste… ¡Tú me robaste de mi madre!

La multitud que se había congregado afuera del tribunal explotó en gritos y murmullos. El juez, perdido en su toga, intentaba mantener el orden golpeando la mesa, pero nadie escuchaba. Yo corrí hacia mi madre, sujetándola por los hombros.

—¿Es verdad? ¡Respóndeme!

Ella me miró con ojos enrojecidos.
—Me obligaron… —susurró.

—¡Mentira! —rugió Adrián—. Nadie la obliga a firmar con esa claridad.

Julián apretó el cuchillo que había recogido de Marina, su rostro bañado en lágrimas contenidas.

—Entonces… ¿todo fue tuyo? ¿El pacto, el traslado, el silencio?

Mi madre cayó de rodillas, igual que Elías, pero por otra culpa.

—Quería protegerte, Laura. Quería que fueras libre… aunque yo no lo fui nunca.

—¡Me robaste a mi hijo! —grité.

Elías se levantó, el cochecito roto en las manos, y la miró con los ojos más oscuros que había visto jamás.

—No quiero tu protección —dijo con una voz que no era la de un niño.

La batalla en la escalera

El padre de Adrián aprovechó la conmoción para dar la orden a sus hombres.

—¡Aseguren al niño!

Dos guardias se lanzaron hacia Elías. Adrián los derribó con una violencia feroz, descargando sobre ellos años de odio acumulado. Julián, sin miedo, blandió el cuchillo de Marina y los mantuvo a raya con movimientos certeros. Elías me buscó con la mirada.

—Mamá, dime qué hago.

No había tiempo. No había justicia. Solo esa voz, dividida entre la luz que quería salvar y la sombra que quería destruir.

—¡Haz lo que creas correcto! —le grité.

Elías cerró los ojos. Cuando los abrió, ambos brillaban en sincronía. Levantó el cochecito partido y lo alzó como si fuera un arma sagrada. Un estallido de luz y sombra salió disparado y los hombres de traje fueron arrojados escaleras abajo. El público gritó como si asistiera a un milagro.

La confesión

Mi madre se aferraba a los barrotes de la baranda, temblando.

—Laura… yo… no era libre. Tu padre me tenía atada a ese apellido. Si me rebelaba, nos destruía a las dos.

—¡Entonces me destruiste sola! —escupí con furia.

Ella extendió la mano hacia Elías, suplicante.
—No lo entiendes… El pacto no era para él. Era para ti. Pero cuando nació, el precio cambió.

Elías retrocedió, temblando. Su voz oscura salió primero:
—Eras mi abuela. Y me vendiste.

Su voz dorada añadió:
—Y ahora quieres perdón.

Las dos mitades coincidieron en una frase unánime:
—No lo tendrás.

El contraataque

El padre de Adrián, viendo que la multitud se inclinaba hacia nosotros, tomó la palabra con veneno.

—¡No se dejen engañar! Esta mujer es tan culpable como yo. Firmó porque quería el poder. Y ahora intenta posar de víctima.

Se giró hacia mí.
—Y tú, Laura… ¿de verdad crees que puedes criar a un niño así? ¿Uno que lanza rayos, que divide voluntades, que ni siquiera sabe quién es?

Elías dio un paso al frente.
—Sé quién soy. Soy Elías. Soy hijo de Laura. Y no soy tu herencia.

El público explotó en aplausos y gritos. El padre de Adrián palideció.

Julián se acercó a mí, respirando agitado.
—Esto no terminó. El verdadero golpe aún no lo dieron.

Tenía razón.

La emboscada

De pronto, un grupo de hombres vestidos de civil apareció al final de la escalinata. No eran guardias del tribunal. Eran otra cosa: mercenarios contratados para un final rápido.
Adrián se tensó como un felino.

—Van a intentar arrebatárnoslo aquí mismo.

Elías se pegó a mí, el cochecito roto contra su pecho. Su voz dulce temblaba.
—Mamá, tengo miedo.

Su voz oscura rugió.
—Dejemos de huir.

Y por primera vez, las dos voces hablaron juntas:
—Luchemos.




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