El silencio tras la tormenta
Las escalinatas del tribunal olían a pólvora y sudor. Los cuerpos de los mercenarios seguían esparcidos, inconscientes. La multitud no dejaba de gritar mi nombre y el de Elías, como si hubiéramos ganado una guerra que en realidad acababa de empezar.
Elías estaba de pie, con el cochecito roto entre sus manos. Sus ojos —uno dorado, otro negro— parecían bailar entre dos mundos que por fin se hablaban en lugar de desgarrarse.
Yo respiraba con dificultad, todavía abrazando el papel amarillo que había caído de la reliquia. Las letras estaban claras, crueles, imposibles de ignorar:
Elías no fue el único.
El corazón me golpeaba las costillas. Sentí que el mundo se doblaba bajo mis pies.
—¿Qué significa? —susurré, aunque en el fondo lo temía.
Luz, a mi lado, con las manos manchadas de polvo, leyó la nota en silencio. Sus ojos se oscurecieron como si acabara de ver a un fantasma.
—Significa que hay otro —dijo al fin, con la voz rota—. Otro niño. Otro pacto.
La sombra en la multitud
Elías me miró, confundido y aterrado.
—¿Otro? ¿Como yo?
Yo lo abracé con fuerza, aunque mis piernas temblaban.
—No, hijo… No como tú. Nadie es como tú.
Pero mientras lo decía, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Como si alguien me observara desde la multitud. Giré la cabeza y lo vi. Entre la gente, de pie sobre un escalón lateral, un niño de la misma edad que Elías, con el mismo cabello oscuro, pero con ambos ojos completamente negros, como pozos sin fondo.
Sonreía.
Elías lo vio también. Y su respiración se cortó como si lo hubiera golpeado un puño invisible en el pecho.
—Mamá… —susurró con los labios temblorosos—. Ese soy yo… cuando no estás.
El niño de ojos negros levantó la mano en un gesto burlón. Y entonces desapareció entre la multitud.
El quiebre de Adrián
Adrián rugió como un animal herido, arrancando de golpe el brazo de su padre, al que aún tenía sujeto.
—¿Qué demonios hicieron? ¿Cuántos más hay?
El viejo sonrió con la calma de quien cree que sigue al mando.
—Tantos como sean necesarios. La perfección no se logra en el primer intento.
Lo golpeé con toda mi fuerza, el sonido de la bofetada rebotando en los escalones.
—¡Estamos hablando de niños! ¡De vidas!
Él me sostuvo la mirada sin una pizca de arrepentimiento.
—De proyectos, Laura. No de vidas.
Adrián apretó los puños, temblando de rabia.
—Juro que si lo vuelves a llamar “proyecto”, yo mismo te entierro aquí.
La caída de Marina
Mientras tanto, Marina apenas se mantenía en pie. La herida del taser la hacía sangrar por dentro. Julián la sostuvo, pero ella lo apartó con brusquedad.
—No me mires así, hermanito. No es la primera vez que sangro por decisiones equivocadas.
Elías se acercó a ella, con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué me salvaste?
Marina lo miró, pálida, pero con una sonrisa torcida.
—Porque aunque lo odie… eres la única parte de mí que todavía puede elegir.
Y antes de que pudiera decir algo más, se desplomó en los brazos de Julián.
—¡Marina! —gritó él, sacudiéndola.
Ella respiraba, pero débilmente. Luz corrió hacia ellos para intentar estabilizarla. Yo tragué el dolor. No podía quebrarme. No allí.
La verdad de mi madre
Mi madre, Catalina, aún estaba de rodillas, con las manos manchadas de tierra y lágrimas. Se aferraba a su propio nombre como si pudiera borrarlo con las uñas.
—Laura… yo no sabía que había más —susurró—. Solo me hicieron firmar una vez. Solo una…
La miré con un odio que no recordaba haber sentido jamás.
—¿Y crees que eso te absuelve? ¿Que un solo pecado es menos pecado?
Elías me sujetó del brazo.
—Mamá… déjala.
Lo miré, sorprendida.
—¿Por qué?
Sus ojos brillaban con una extraña calma.
—Porque el verdadero enemigo ya no está en ella. Está allá afuera. Y nos está esperando.
El regreso al refugio
Salimos del tribunal entre empujones, cámaras y gritos. Los periodistas intentaban arrancarnos respuestas, pero Julián los mantuvo alejados mientras Adrián cargaba los documentos.
Elías iba de mi mano, con el cochecito roto bajo el brazo como si aún fuera su tesoro. Al llegar a la cabaña del bosque, cerramos la puerta con cadenas y bloqueamos las ventanas. El silencio se volvió tan pesado como el de un ataúd.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Julián, con la voz cansada—. Si existe otro niño, significa que el pacto sigue abierto. Y que no estamos a salvo.
Adrián golpeó la mesa con el puño.
—¡No pienso dejar que se lo lleven otra vez! ¡No pienso perderlo!
Elías lo miró con dureza, sorprendiéndonos a todos.
—Ya no soy algo que puedan llevarse.
Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. Porque aunque eran ciertas, también sonaban como si la sombra hablara más fuerte que la luz.
El sueño compartido
Esa noche, Elías no pudo dormir. Se revolvía en la cama, sudando, murmurando palabras que no entendía. Me acosté a su lado y tomé su mano. Al instante, fui arrastrada a su mente. El laberinto volvió a levantarse a mi alrededor. Pero esta vez, no estaba vacío. Allí estaba el otro niño, sentado en el centro, jugando con un cochecito idéntico al de Elías. Sus ojos completamente negros me atravesaron como cuchillas.
—No tienes que salvarlo —me dijo con voz gélida—. Ya lo salvé yo.
Elías apareció detrás de mí, jadeando.
—No le creas. Es mentira.
El niño negro sonrió, levantando el cochecito.
—Yo soy la parte que nunca dejará que lo lastimen. ¿De verdad quieres matarme?
Me quedé helada.
—No quiero matar a nadie —susurré.
—Entonces —dijo el niño, levantándose—, tendrás que elegirme también a mí.