La primera vez que lo vi de frente supe que el miedo podía tener mi misma cara: el gemelo estaba de pie en el umbral de la cabaña, empapado por la lluvia, con los dos ojos negros como pozos sin fondo y una media sonrisa que no era de niño. Era Elías… y al mismo tiempo no lo era. La misma altura, el mismo lunar cerca del pómulo, la misma curva en las cejas cuando calcula. Solo que en él todo era filo.
—No grites —dijo con voz baja, ronca, sin emoción—. Despertarías a mi hermano.
No tuve tiempo de elegir el grito. Julián apareció a mi espalda, descalzo, con el cabello revuelto y esa calma que usa cuando el mundo se astilla. Adrián empujó la puerta desde afuera con la fuerza de una tormenta, cuchillo en mano por costumbre, el mentón duro, la mirada como un cerrojo.
El niño dio un paso dentro. No pidió permiso.
—No me llamo Elías —aclaró—. Elian. Me llamaron así para enseñarme que yo era “lo correcto”. —Sonrió sin dientes—. “El correcto” vino a buscar lo que es suyo.
—¿Qué… quieres? —pregunté, aunque la respuesta estaba pegada a su nombre.
Elian ladeó la cabeza. El gesto, idéntico al de Elías cuando duda. Solo que en él no había duda.
—Vengo por mi hermano. No soporta estar solo. Y yo no lo soporto sin mí.
Atrás, el catre crujió suave: Elías se incorporaba a medias, todavía cálido de sueño. Nuestros ojos corrieron hacia él a la vez. Elian no parpadeó, como si mirara el agua después de cruzar el desierto.
—No te acerques —dijo Adrián colocándose delante, posesivo conmigo y altivo ante los niños—. A él no lo toca nadie.
Elian lo estudió como se estudia una mancha en el suelo.
—No estoy hablando contigo.
El silencio se tensó hasta parecer vidrio. Julián avanzó, las manos visibles, esa ternura que a veces desarma monstruos.
—Elian, ¿te lastimaron? ¿Dónde has estado?
—En casa —contestó sin matices—. Con la gente que me eligió. —Posó sus ojos negros en mí—. No tú. Yo no tuve madre. Tuve amo. Y aprendí a obedecer para que me dejaran a él.
Elías se sentó del todo. Se frotó los ojos: un ojo dorado, otro con sombra. Ese contraste que me parte y lo sostiene.
—¿Elian? —susurró—. ¿De verdad existes?
Elian no se movió. No respiró. La lluvia afuera aprendió a callar.
—Siempre existí. Te enseñaron a olvidarme.
Elías sonrió con una alegría rota y se inclinó hacia adelante. Yo avancé por instinto, pero Elian fue más rápido: levantó una mano, prohibición silenciosa.
—Tú no.
No me habló a mí. Le habló a Elías. Y mi hijo obedeció como si lo hubieran amarrado con un hilo invisible.
—¿Quién te trajo? —preguntó Julián. Su voz era una cuerda que evita el abismo.
—Yo vine —contestó Elian—. Nadie me manda cuando se trata de mi hermano. —Miró alrededor con asco contenido: el mantel, las tazas, el cochecito de madera roto—. Este teatro… —arrastró una silla con la punta del pie—. A él le vendieron un mundo de tazas calientes. A mí me compraron con una jaula limpia.
—¿Quién, exactamente? —insistió Julián.
Elian desvió la mirada hacia Adrián. La sonrisa se afiló.
—Gente que entiende de herederos. Gente que paga para que una sangre se multiplique cuando hace falta. —Se acercó media baldosa; Adrián tensó el cuchillo—. Y no vine a negociar con mascotas celosas.
Adrián no se ofendió. Le brilló la furia.
—Si tocas a Laura, respiras una vez menos.
—No vine por Laura. —Elian volvió a mirarme como quien mira un mueble—. No la quiero. Ella no me quiso nunca. No sabe.
Me ardió la garganta. Julián dio un paso y me rozó el antebrazo: aquí, ahora, no.
—Elian —dijo él—, tu hermano te quiere. Lo sé. —Hizo una pausa—. Y yo también. —No era mentira. Sonó padre en un cuerpo que no había sido padre.
Elian inclinó levemente la cabeza, curioso un segundo, como un animal que huele fruta.
—¿Me quieres? —preguntó, más niño—. ¿Para qué?
—Para que no te pierdas —contestó Julián—. Para que no tengas que defenderte siempre.
Ojalá el mundo se moviera con esa clase de respuestas. Elian parpadeó una vez y el niño volvió a cerrarse como una caja.
—No vine por eso —repitió—. Vine por lo que es mío.
Se giró hacia el catre. Elías ya estaba de pie. Tenía los pies descalzos, la respiración cortita de los sueños interrumpidos. Y esa emoción grande: alivio y pánico abrazándose.
—No te vayas —le dije sin mirar a nadie más—. No te vayas.
Elías no respondió. Dio un paso hacia su espejo negro con la obediencia de los imanes. La cabaña supo que iba a romperse. Los objetos callaron. La noche contuvo el agua.
—Elías, cuenta cuatro —susurró Julián.
Mi hijo aspiró y exhaló. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Lo vi volver un centímetro hacia sí mismo.
—¿Dónde estuviste? —preguntó, por fin, a su hermano.
Elian posó la palma en su propio pecho.
—Donde tú estabas cuando te dormías llorando. —Pausa—. Dentro. —Se tocó la sien—. En el cuarto sin ventanas.
No sé qué puerta se abrió entonces, pero la vi en los ojos de Elías: un corredor viejo con olor a metal; un hombre que no acaricia, que mide; voces que enumeran como rezos. Y al final, dos cunas. Una luz encendida. Otra en sombra.
—Lo separaron de mí —dijo Elian sin dramatismo—. A ti te dieron una madre. A mí me enseñaron a sobrevivir. —Su mandíbula se marcó—. Sobrevivo mejor con mi mitad.
Adrián bufó, impaciente.
—Si lo tocas, sangras —repitió.
Elian lo ignoró y, por primera vez, se acercó a mí. No a mi piel. A mis ojos.
—Te enseñaron a elegir entre hijos como entre hombres —dijo—. Yo no juego a eso. —Volvió a Elías—. Nos vamos.
Elías respondió con la verdad que duele y salva:
—No sin ella.
Elian se tensó. Un rayo mudo cruzó sus pupilas.
—Ella te hace blando. Ellos también. —Señaló a Adrián y a Julián con desprecio—. Te rompen y después te piden que seas amable.
—Yo no pido amabilidad —dijo Adrián con voz baja—. Exijo lealtad. —Clavó el cuchillo en la mesa, vertical—. Y si él es mío, no te lo llevas.