Prisionera De Su Obsesión

La novena cuna

El golpe de la puerta blindada fue un trueno que partió el aire del Sótano -2. Los hombres de traje gris entraron como una marea sin rostro, levantando una orden con el sello de media luna. Detrás, temblando entre el arrepentimiento y la soberbia, estaban mi madre y el padre de Adrián.

—Protocolo Doble Vinculación —dijo el del frente, voz metálica—. Uno se conserva. Otro se descarta.

Elías y Elian dieron un paso juntos fuera del círculo, mis manos todavía sobre sus nucas. Sentí el calor distinto de cada uno: agua que recuerda, metal que ha aprendido a doblarse.

—Hoy no nos separan —dijo Elian, con una sonrisa nueva, sin hambre.

—Mamá —agregó Elías—, ¿estás lista?

No lo estaba. Lo estuve.

—¡Atrás! —ordenó el hombre del dossier, y dos guantes avanzaron como tenazas.

Julián se colocó delante de nosotros con el cuerpo abierto, desarmado, pero enorme en su decisión.

—La cadena de custodia de este lugar está rota —dijo—. Todo lo que hagan aquí es delito. Y estamos transmitiendo.

El traje gris giró la cabeza. Luz ya había plantado, sin que lo vieran, un móvil en la esquina, led rojo encendido.

—Corten esa cámara —gruñó el de la orden.

Marina cruzó como un cuchillo, tomó el móvil y lo lanzó a un rincón alto, fuera del alcance de las manos enguantadas.

—Si la tocan —dijo—, les abro la garganta con la mirada.

El padre de Adrián intentó recuperar su antiguo trono de hielo.

—Esto no es un debate —dictó—. Es una ejecución técnica.

Adrián lo empujó contra el archivador con una llave silenciosa. No era violencia de orgullo: era defensa de guarida.

—Hoy nadie ejecuta a nadie —susurró, sin apartar la vista de mí.

La luz del sótano parpadeó. En la pantalla del fondo, las grabaciones siguieron corriendo: manos separando cunitas, pulseras de media luna, firmas que jamás debieron existir. Y al final, como un latido sin permiso, apareció el registro de una novena cuna encendiéndose sola: E-03. El del dossier también la vio. Su mandíbula se tensó un milímetro.

—Eso no existe —dijo.

—Entonces ¿por qué respira? —preguntó Luz.

La marea gris dudó. Bastó.

—Elijan —dijo el traje—. O elegimos nosotros.

Elian dio un paso al frente. Tenía los ojos menos oscuros que anoche, pero igual de firmes.

—Yo me elijo a mí —dijo—. Y elijo no perderlo a él.

—Elijo no perderte —respondió Elías al instante.

—Es irrelevante —cortó el traje—. El protocolo no contempla sentimentalismos.

—El protocolo no contempla hermanos —dijo Julián—. Y hoy va a aprender.

El guante izquierdo del primer hombre se disparó hacia Elian. Adrián se cruzó; el taser chisporroteó contra su antebrazo; cayó sobre una rodilla, mordiéndose un grito. Luz y Marina lo arrastraron hacia la pared. El olor a metal quemado se mezcló con el de cloro viejo.

—¡No! —gritó Elías, y su ojo dorado y el oscuro estallaron juntos: una onda de luz y sombra barrió la sala, empujando a los trajes como si fueran fichas sobre vidrio jabonoso.

—¡Ahora! —dijo Marina.

Corrimos hacia la sala de las grabaciones. El marco del monitor vibraba; el vidrio, cuarteado, dejaba ver detrás una puerta de mantenimiento con un candado oxidado.

—Esa puerta lleva al archivo físico —jadeó Luz—. Los libros. Las tarjetas. Lo que no pudieron borrar.

—Si mostramos eso —dijo Julián—, no hay orden que aguante.

—Si abrimos eso —advirtió Marina—, van a venir todos a la vez.

—Mejor que vengan —dijo Adrián, blindando el dolor—. Aquí termina.

Los gemelos fueron quienes encontraron el ritmo. Elías apoyó la palma sobre el candado; Elian la colocó encima. Yo puse mis manos sobre las suyas. Calor y frío. Luz y hierro.

—Digan su nombre —susurró Luz, como si el sótano fuera templo.

—Elías —dijo uno.

—Elian —dijo el otro.

—Digan qué eligen.

—Elijo recordar —dijo Elías.

—Elijo revelar —dijo Elian.

El candado cedió con un chasquido seco. La puerta se abrió a un cuarto más pequeño, sin cámaras, con estanterías de metal y cajones etiquetados con códigos: E-01, E-02, Fase Lunar 3, Transferencias, Firmas. El aire estaba más frío; la luz, más honesta.

Mi madre se quedó clavada en el umbral, como si sus pies fueran raíces. Su voz salió viva y anciana.

—No entren —suplicó—. Hay cosas que no se pueden volver a ver.

—Por eso tenemos que verlas —le respondí—. Para que no nos vuelvan a pasar.

Entré.

Mis dedos aprendieron, en minutos, una nueva forma de leer: hojas perforadas, números de incubadora, mapas de sangre, fechas que mentían y horas que no alcanzaban. Luz me iba traduciendo en susurros:

Esto es derivación irregular… esto es orden externa… esto es pago… esto es anestesia…

Julián encontró una caja de pulseras plásticas con nombres tachados. Adrián, un cuaderno de bitácora donde alguien había escrito a escondidas “No alcanza con cerrar los ojos”. Marina abrió un sobre grueso y quedaron expuestas tres fotografías polaroid del mismo bebé en tres cunas distintas, el mismo lunar, tres etiquetas con tres apellidos.

— Es ellos —dijo, y su voz tembló por primera vez.

En el estante más bajo, un cuaderno azul. Sin etiquetas. Lo tomé. En la primera página, una letra que reconocí aunque no quisiera: la de Catalina, mi madre.

Día 0. Hice lo que me pidieron porque tenía miedo. Mañana tal vez tenga más miedo. Si alguien lee esto, que entienda: no supe cómo proteger a mi hija sin destruir lo que amaba.

Las palabras eran un naufragio. Las odié. Las guardé.

—Laura —me llamó Elías—. Mira.

Los gemelos habían llegado al final del pasillo. Allí, una caja de metal con una ventana pequeña dejaba ver una tarjeta nueva, igual a la que cayó del cochecito, con un código breve: E-03. Debajo, a mano, un nombre borroneado y reescrito.

—¿Qué dice? —tartamudeé.

Luz tomó la tarjeta y la levantó hacia la luz. Las letras negras aparecieron como si hubieran esperado ese gesto. E-03 — A. J. — Observación: compatibilidad excepcional.




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