El llanto que no pertenecía
El aire se congeló cuando ese llanto diferente atravesó la rampa. No era el sollozo frágil de un recién nacido. Era más fuerte, más firme, casi consciente. Elías se giró de inmediato, con Leo aún en brazos y Elian a su lado. Ambos temblaban como si hubieran reconocido el sonido en lo más profundo de sus huesos.
—Ese no es Leo… —murmuró Elías, apretando los dientes.
Elian asintió con un destello oscuro en la mirada.
—Es alguien más. Alguien que no debía existir.
Yo sentí el golpe seco de la verdad en el pecho. No era un eco cualquiera: era una llamada. Y la sentí dirigida a ellos.
La confesión de mi madre
Catalina, mi madre, se aferró a la baranda de la rampa como si el cuerpo se le fuera a desmoronar. La pulsera que había encontrado, con la inicial borrosa, le quemaba en las manos.
—No… —susurró, con lágrimas ciegas—. No puede ser. Lo detuvimos. Yo lo detuve…
—¿Qué detuviste? —le grité, con la voz quebrada—. ¡Dilo de una vez!
Ella me miró como si la piel le ardiera.
—Hubo una… una décima cuna. No debía abrirse. Yo lo impedí. Yo firmé para cerrarla… ¡yo lo hice!
Elías retrocedió un paso, sus ojos alternando entre dorado y negro.
—Entonces… ¿ese llanto…?
—Es él —dijo Elian, con la certeza de quien reconoce a un hermano aunque nunca lo haya visto.
El choque entre Adrián y Julián
Adrián maldijo en voz baja, golpeando la baranda con el puño hasta dejar una marca.
—¿Cuántos demonios más vamos a encontrar? ¿Cuántas mentiras vamos a destapar?
Julián, en contraste, abrazó a Marina para ayudarla a mantenerse en pie y me sostuvo la mirada con calma.
—No importa cuántos sean, Laura. Lo que importa es que no estás sola para enfrentarlo.
—¡Deja de endulzar todo! —espetó Adrián, con los ojos encendidos de celos—. ¡No entiendes lo que significa que haya otro! ¡Ese niño es una amenaza, no una bendición!
—Ese niño es un hijo —respondió Julián con firmeza—. Y aunque no lleve mi sangre, lo amaré como propio.
Las palabras de Julián fueron un golpe directo al orgullo de Adrián. Su mirada se volvió oscura, clavándose en mí como una daga.
—Dime tú, Laura… ¿Qué prefieres? ¿Un amor que te defienda de todo, aunque te duela… o un amor que se conforme con acariciar lo que yo poseo?
Mi pecho ardió con la contradicción. Adrián me aprisionaba con su obsesión; Julián me envolvía con su ternura. Y ahora, entre ambos, estaban mis hijos.
El descenso
El llanto volvió, más claro, más insistente. El eco resonaba desde la profundidad del sótano que acabábamos de abandonar. Elian tomó mi mano con firmeza.
—Mamá… tenemos que ir.
—No, es demasiado peligroso —intenté frenarlo.
Pero él negó con fuerza.
—Es nuestro hermano. No importa cómo lo criaron, ni lo que hicieron con él. Nos necesita.
Elías lo miró con lágrimas en los ojos.
—¿Y si nos odia?
Elian lo abrazó con un gesto extraño, mezcla de ternura y posesión.
—Entonces lo obligaremos a amarnos.
El escalofrío que recorrió mi espalda no me dejó respirar.
La décima cuna
Bajamos otra vez, con Luz al frente sosteniendo la linterna y Marina arrastrando la pierna herida. Adrián no dejaba de vigilar cada esquina, cuchillo en mano. Julián cargaba con la cápsula de Leo, protegiéndolo como si hubiera nacido de él.
Al llegar al nivel inferior, descubrimos una compuerta distinta, reforzada con placas y runas pintadas en rojo. El llanto venía de ahí.
—Esto no es una incubadora común —dijo Luz, palmeando las placas—. Es una prisión.
Elías dio un paso al frente, pero Adrián lo detuvo de un tirón.
—¡No lo abras! Ese niño no es como tú. Ese niño es un monstruo.
—¿Y qué crees que soy yo? —le gritó Elías, con lágrimas de rabia—. ¿No soy también el resultado de este infierno?
Adrián calló, sus ojos oscureciéndose. Julián me tomó del brazo y me susurró:
—No los dejes pelear aquí. La decisión es tuya, Laura. Solo tuya.
Mi corazón latía como un tambor. El llanto tras la puerta se volvió un grito. No pedía… exigía.
—Ábranla —ordené, con la voz quebrada—. Pase lo que pase.
El encuentro
Elian y Elías presionaron las palmas sobre las runas. Sus ojos brillaron al unísono. El candado de metal estalló en chispas y la compuerta se abrió lentamente, como si revelara el fondo de una pesadilla. Dentro, en una cuna metálica rodeada de cadenas, estaba un niño idéntico a Elías. Cabello oscuro, piel pálida, ojos negros como el vacío. No lloraba ya. Sonreía.
—Tardaron —dijo con voz clara, demasiado madura para un niño de su edad.
Elías retrocedió, temblando.
—No puede ser…
Elian, en cambio, dio un paso al frente, fascinado.
—Hermano…
El niño lo miró y su sonrisa se ensanchó.
—No. No soy tu hermano. Soy tu dueño.
La revelación
El silencio cayó como un cuchillo. El niño salió de la cuna, arrastrando aún los restos de cadenas que tintineaban como adornos. Sus pasos eran seguros, desafiantes.
—Me criaron en la oscuridad —dijo—. Me enseñaron que ustedes dos eran débiles, que se aferrarían a una madre inútil y a hombres que pelean por migajas de su cariño.
Su mirada me atravesó como fuego.
—Te odio, madre. Y odio a esos dos que te siguen como perros. Pero a ti, Elías… —extendió la mano hacia él—. A ti sí te amo. Eres mío. Siempre lo fuiste.
Elías se estremeció, paralizado. Elian se puso frente a él, como un guardián.
—Si lo quieres, tendrás que pasar sobre mí.
El niño oscuro rió, una risa helada.
—Entonces que empiece el juego.
El enfrentamiento
Las luces parpadearon. El aire se volvió denso. Elías cayó de rodillas, tomándose la cabeza, como si dos fuerzas opuestas lo desgarraran por dentro.