La tormenta de la madrugada
La puerta de la cabaña se abrió de golpe con el rugido del viento. Afuera, la tormenta arrastraba hojas, ramas y barro. El niño oscuro estaba allí, con Leo en brazos, cubierto apenas por la luz de los relámpagos.
—¿Quieres a tu hijo, madre? —preguntó con esa sonrisa que parecía hecha de veneno y dulzura a la vez—. Ven a buscarlo… si te atreves.
Sentí que las piernas me fallaban. Leo lloraba con un gemido agudo, sus manitos temblando contra el pecho de su hermano. Adrián y Julián corrieron al mismo tiempo, pero el niño retrocedió un paso, mostrando los dientes como un animal dispuesto a morder.
—Un paso más, y lo dejo caer en el barro —amenazó.
Mi corazón gritó, y entonces comprendí: esta no era una prueba de fuerza, sino de amor.
Adrián, el fuego que consume
Adrián apretó la empuñadura de su cuchillo, con la mirada encendida.
—Devuélvelo, ahora mismo. No me importa si eres Elías o Elian, no me importa si crees que eres un dios o un demonio. Ese niño es mío, como lo es tu madre. Y si no lo entregas, yo mismo arrancaré esa sonrisa de tu cara.
Su voz era un látigo. Su amor era posesión pura, una llama que quemaba todo a su paso. El niño oscuro lo miró con desprecio.
—Eres patético, Adrián. Crees que puedes poseerlo todo con tus manos manchadas de sangre. Pero no entiendes… yo no entrego lo que amo.
Se apretó a Leo contra el pecho, como si fuera su trofeo.
Julián, el agua que sana
Julián levantó las manos en señal de calma. Su voz era un bálsamo en medio del caos.
—No hagas daño, pequeño. Nadie quiere arrebatarte nada. Sé que estás asustado, sé que crees que perderás a tu hermano, pero escucha: Leo no vino para reemplazarte. Vino para unirte más a él.
Sus palabras eran suaves, pero firmes. Una ternura que no pedía nada a cambio. El niño dudó por un instante, sus ojos temblando. Pero enseguida su sonrisa volvió, más cruel.
—Hablas como si entendieras lo que es estar en cadenas. Como si supieras lo que significa crecer odiando a tu propia madre.
Su mirada me atravesó como un cuchillo.
—¿Quieres salvarlo, madre? Entonces dime… ¿quién de tus hijos debe morir para que los otros vivan?
La elección imposible
Un rayo iluminó el bosque. Sentí que todo mi mundo se derrumbaba. Adrián quería destruir. Julián quería salvar. Y yo estaba atrapada entre ambos, con la vida de mis hijos colgando de un hilo. Corrí hacia él, sin pensarlo, desafiando la amenaza.
—¡No lo hagas! —grité—. ¡No decidas por mí!
El niño me observó con esos ojos de fuego y abismo.
—Entonces decide tú, madre. ¿Quién soy yo? ¿Elías… o Elian?
Mi garganta ardía. Mis lágrimas caían como cuchillas.
—Eres mi hijo. No importa cuál seas. Y no voy a elegir entre ustedes, porque los amo a los dos.
El niño parpadeó, confundido. Por un instante, sentí que lo había alcanzado. Pero entonces, la oscuridad volvió a cubrir su rostro.
—Mentira. Si me amaras de verdad, nunca me habrías abandonado.
El enfrentamiento
Adrián no pudo contenerse más. Se lanzó hacia él con un rugido. El niño retrocedió, esquivando con la agilidad de una sombra. Julián se abalanzó en la otra dirección, intentando arrancar a Leo de sus brazos.
La lucha fue un torbellino de gritos, golpes y llanto. El barro salpicaba, el trueno rugía. Yo intenté alcanzarlos, pero Adrián me empujó hacia atrás con violencia.
—¡No te acerques, Laura! —rugió—. Si tienes que odiarme, hazlo… pero yo voy a terminar con esto.
Julián lo encaró, con los ojos encendidos.
—¡No! Si lo lastimas, ella nunca te perdonará.
Los dos hombres se miraron, el odio brillando entre ellos. Y en medio de esa batalla, el niño reía.
El juego del hijo oscuro
—¿Ven lo que hacen? —dijo, girando la cabeza hacia mí—. Ellos no luchan por ti, madre. Luchan por decidir quién manda sobre ti.
Se inclinó sobre Leo, rozando su mejilla con un dedo.
—Y yo también jugaré a ese juego. Porque si soy tu hijo… entonces también puedo decidir.
Elías —o Elian— levantó al bebé por encima de su cabeza, mientras el viento azotaba con furia.
—¡Elías, no! —grité, desgarrando mi garganta.
Por un instante, el niño quedó suspendido, como si dudara. Sus ojos brillaban, luchando entre la ternura de un hermano y la crueldad de un carcelero.
El sacrificio
De pronto, Elian —el gemelo oscuro— surgió de la sombra como un eco. No era físico, no del todo, pero su silueta estaba allí, formada de humo y odio.
—Déjalo caer —susurró en su oído—. Demuéstrales que eres mío.
El niño tembló, sus labios apretados. Y entonces, Elías —la parte de luz— apareció también, tocando su hombro con una mano luminosa.
—Protégelo. No dejes que nuestra madre sufra otra vez.
El niño gritó, desgarrado entre dos voces, entre dos destinos. Yo corrí, mis brazos abiertos.
—¡Hijo mío, escoge el amor! ¡No la venganza!
El rayo iluminó todo. El niño bajó a Leo… y lo depositó en mis brazos. Cerré los ojos, el alivio quemándome.
—Gracias… gracias, mi amor.
Pero cuando abrí los ojos, vi lo que temía. La sonrisa del niño no era de ternura. Era de victoria.
—¿De verdad creíste que lo soltaría por amor, madre? —susurró, su voz helada—. No. Lo solté porque quiero ver cómo lo proteges… cuando sea yo quien lo busque en la oscuridad.
Elías y Elian ya no existían por separado. Eran uno. Y ese “uno” se había convertido en el enemigo más cercano y más peligroso de todos.
Comprendí que mi hijo no había elegido entre la luz y la sombra… había decidido ser ambas. Y que su amor por mí se convertiría en la cadena más cruel de todas.