Prisionera De Su Obsesión

El susurro del gemelo oculto

La tarde caía con un aire extraño, cargado de presagios. Laura permanecía en el salón de la mansión, observando a sus tres hijos. Elías estaba recostado junto a ella, aferrado a su brazo con esa dulzura que solo él poseía. Sus ojos dorados la miraban con devoción, como si temiera que en cualquier momento pudiera perderla.

En cambio, Leo se mantenía a cierta distancia, sentado en el alféizar de la ventana. La luz anaranjada del ocaso bañaba su rostro idéntico al de Elías, pero en sus ojos brillaba un resplandor calculador. No era la inocencia de su hermano, sino la mirada de alguien que sabía cómo usarla en su beneficio.

Julián se había acercado a los niños con esa ternura que lo caracterizaba. Acariciaba el cabello de Elías con un gesto paternal, pero pronto su atención se desplazó hacia Leo, quien le devolvía una sonrisa suave, casi angelical.

—Julián… —dijo Leo, con voz baja y melodiosa—. Tú eres diferente.

El hombre arqueó una ceja, sorprendido por el tono y las palabras del niño.

—¿Diferente en qué sentido? —preguntó con suavidad.

Leo inclinó la cabeza y bajó la voz, de manera que ni Laura ni Adrián —que se mantenía en otra habitación— pudieran escucharlo.

—Tú no nos miras como un estorbo. No quieres alejarnos de mamá, ¿verdad? Tú… nos entiendes.

Las palabras calaron en Julián con una fuerza inesperada. Él siempre había sentido que su papel junto a Laura y los niños era más protector que posesivo, más paternal que obsesivo. Pero escuchar aquello de labios de Leo, con esa mezcla de inocencia y manipulación, despertó en él una necesidad de confirmarle que sí, que estaría a su lado.

—Claro que los entiendo, Leo. —Sonrió con ternura—. Siempre estaré para ustedes.

Leo se inclinó un poco más, sus ojos brillando como espejos de secretos.

—Entonces protégeme de él… —susurró, señalando con un leve gesto hacia el pasillo donde estaba Adrián—. Porque él no me quiere, ni a mí, ni a mis hermanos. Él solo quiere a mamá para él.

Julián frunció el ceño, sintiendo un escalofrío. No era mentira: Adrián había demostrado un rechazo evidente hacia los niños, viéndolos más como una carga que como parte de su vida.

—Leo… —comenzó a decir, pero el niño lo interrumpió con un suspiro dramático.

—Yo sé que Elías lo adora, y que mamá intenta defendernos… pero Adrián nunca cambiará. Tú eres distinto, Julián. Tú puedes salvarnos.

Esas palabras quedaron grabadas en el pecho de Julián como una herida y una promesa. Leo sonrió, satisfecho: había plantado la semilla.
Mientras tanto, Elías, que escuchaba fragmentos de la conversación, bajó la mirada. Sus pequeños dedos se aferraron con más fuerza al brazo de Laura.

—Mamá… —susurró—. No quiero que Julián nos deje, pero… Leo a veces me da miedo.

Laura acarició su mejilla con ternura, ignorando el intercambio que se desarrollaba en silencio.

—Tú no tienes que temer nada, mi amor. —le dijo—. Siempre estaré contigo.

Pero en el fondo, sabía que las sombras entre sus hijos comenzaban a crecer.

Elian en la penumbra

En la habitación contigua, Elian observaba todo en silencio. Sus ojos, idénticos a los de Elías, estaban encendidos por un odio frío. Había visto cómo Leo comenzaba a jugar con Julián y cómo su hermano dulce se refugiaba en los brazos de Laura.

—Patético… —murmuró con desdén—. Todos se arrodillan ante mamá y ese hombrecito tierno… pero yo no.

Elian apretó los puños. No era momento de actuar. Dejaría que Leo atrapara a Julián en sus redes, porque él tenía otro objetivo: Adrián. Pronto haría su jugada, y cuando lo hiciera, nada volvería a ser igual.

La tensión en la mansión

Esa noche, mientras la casa quedaba envuelta en silencio, Laura sintió que algo había cambiado en la dinámica entre ellos. Julián se mostraba más protector, casi excesivamente atento con los niños, sobre todo con Leo. Adrián, por su parte, se mantenía distante, observando todo con una mezcla de fastidio y celos.

Laura no lo sabía, pero la batalla por el control ya había comenzado: Leo susurraba en la mente de Julián, sembrando dudas contra Adrián. Elian esperaba su momento para arrastrar a Adrián hacia la oscuridad. Elías, inocente pero frágil, era el blanco perfecto para ambos.

Esa misma madrugada, Laura despertó sobresaltada al escuchar un crujido en el pasillo. Cuando abrió la puerta de su habitación, encontró a Elías llorando en silencio, con los ojos desbordados de miedo.

—Mamá… —dijo entre sollozos—. Leo me pidió que elija… que decida a quién quiero seguir.

Laura lo estrechó contra su pecho, con el corazón desbocado. Y en ese instante, desde la penumbra del pasillo, dos figuras idénticas a Elías se quedaron mirándola fijamente, una con ojos llenos de ternura, y otra con una sonrisa cruel.

Ella comprendió lo inevitable: sus hijos estaban destinados a dividir no solo su corazón, sino también el de los hombres que la amaban.




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