Prisionera De Su Obsesión

Los hilos invisibles

La mansión, alguna vez símbolo de poder y riqueza, se había convertido en un campo de batalla silencioso. Cada rincón respiraba tensión, cada sombra parecía un espía, cada mirada estaba cargada de sospechas.

Adrián y Julián habían llegado al límite. Ambos habían estado a punto de destruirse la noche anterior, pero algo en la furia que los dominó los dejó pensando. Las palabras que salieron de sus bocas no eran totalmente suyas; la rabia, los celos, la desesperación parecían amplificados, como si una voz invisible hubiera estado susurrándoles al oído.

Esa mañana, el silencio fue más pesado que nunca. Julián estaba sentado en la biblioteca, la cabeza hundida entre sus manos. Adrián lo observaba desde el umbral, con la mandíbula tensa. Ninguno hablaba, pero ambos sabían que había algo extraño en juego.

La primera grieta en la ilusión

Fue Julián quien rompió el silencio.

—¿No lo notas? —preguntó sin mirarlo, con voz baja—. Cada vez que discutimos, ellos están cerca.

Adrián frunció el ceño.

—¿Ellos?

Julián levantó la vista, con un brillo oscuro en los ojos.

—Elian y Leo. Siempre aparecen después de que peleamos. Siempre saben qué decir para empujarnos más lejos.

El nombre de los gemelos hizo que un escalofrío recorriera la piel de Adrián. Recordó las veces en que Elian lo había encontrado bebiendo, siempre con frases cargadas de veneno. Recordó las palabras de Leo, repetidas por Julián en momentos de tensión. De pronto, el patrón era evidente.

—¿Crees que… nos manipulan? —preguntó Adrián, incrédulo, aunque la respuesta ya estaba clara en su interior.

Julián asintió.

—Lo sé. Y si seguimos cayendo en su juego, nunca encontraremos a Laura.

El nombre de ella fue como un golpe en el pecho para ambos.

Elian, el veneno oscuro

Esa misma noche, Adrián buscó a Elian. Lo encontró en el ala norte de la mansión, jugando con una baraja de cartas viejas. El niño alzó la mirada con esa expresión adulta que lo hacía tan perturbador.

—¿Vienes por otro consejo, Adrián? —preguntó con sarcasmo.

Adrián apretó los dientes.

—No más juegos. Sé lo que haces.

Elian sonrió, inclinando la cabeza.

—¿Y qué hago? Solo digo la verdad. Tú y Julián nunca fueron capaces de compartir nada. Ni la casa, ni el poder… ni a Laura.

Adrián lo sujetó del brazo con fuerza.

—Eres un niño. No puedes jugar con nosotros como si fuéramos piezas de tu tablero.

Elian rió, una risa seca y escalofriante.

—¿Niño? No tienes idea de lo que soy.

Sus ojos brillaron con un fulgor oscuro, y por un instante, Adrián sintió que no estaba frente a un hijo, sino frente a un reflejo distorsionado de sí mismo: ambición, rabia, deseo de posesión.

Leo, el espejo de la dulzura

Por su parte, Julián fue tras Leo. Lo encontró en la capilla abandonada de la mansión, sentado en un banco, con una vela encendida a su lado. Parecía inocente, angelical, como si no pudiera dañar a nadie.

—¿Por qué lo haces? —preguntó Julián, con voz quebrada.

Leo lo miró con sus ojos brillantes y tiernos.

—¿Hacer qué? Solo quiero protegerte. Tú eres el único que puede salvar a mamá.

—Deja de llamarla así —gruñó Julián, golpeando el banco con el puño—. ¡Deja de usar sus palabras!

Leo no se inmutó.

—Yo digo lo que tú sientes, Julián. ¿No es cierto que Adrián nunca la mereció? ¿No es cierto que ella sonreía más contigo?

Cada palabra era un dardo envenenado, y Julián lo sabía. Pero esta vez resistió.

—Ya no voy a escucharte.

Leo ladeó la cabeza y sonrió.

—Es tarde. Ya estás marcado.

El pacto roto

Los dos hombres se encontraron en el gran salón esa misma noche. Por primera vez en semanas, no discutieron. Había una decisión tomada: debían hacer frente a los gemelos.

—Si queremos encontrar a Laura —dijo Adrián—, debemos dejar de ser sus marionetas.

—De acuerdo —respondió Julián—. Pero no subestimes lo que son capaces de hacer.

Los pasos pequeños resonaron en el pasillo. Elian y Leo aparecieron juntos, idénticos, reflejos de un mismo espejo. Uno con una sonrisa cruel, el otro con una dulzura envenenada.

—Qué bonito —dijo Elian, cruzando los brazos—. Los rivales finalmente se dan cuenta del juego.

—Pero ya es demasiado tarde —añadió Leo, con voz melosa—. El daño está hecho.

El enfrentamiento

La tensión era insoportable. Adrián dio un paso al frente, con el rostro endurecido.

—Basta. No voy a dejar que sigan usando a Laura como su excusa.

Leo se rió suavemente.

—¿Excusa? Ella es el centro de todo. ¿O acaso no entiendes que sin ella ustedes dos no son nada?

Julián apretó los puños.

—Puede que tengas razón, pero no volveremos a bailar a tu ritmo.

Elian dio un paso hacia ellos, sus ojos oscuros ardiendo.

—No necesitan bailar. Ya están atrapados.

En ese momento, las lámparas del salón se apagaron todas a la vez. La mansión quedó envuelta en sombras. Y en medio de esa oscuridad, las risas de los gemelos resonaron como ecos fantasmales.

Laura y Elías, en la calma

Mientras tanto, lejos de ese mundo, Laura y Elías vivían una noche tranquila. Habían cenado sopa caliente, y ahora Elías dibujaba estrellas en una hoja mientras su madre lo observaba. No sabían nada del caos que se desataba en la mansión. Para ellos, la vida era sencilla, llena de flores y risas. Laura lo abrazó antes de dormir.

—Mientras estemos juntos, nada malo puede pasarnos.

Pero incluso en ese rincón pacífico, el viento parecía arrastrar un eco lejano: risas dobles, sombras que se acercaban. De vuelta en la mansión, Adrián y Julián lograron encender una antorcha. Pero lo que vieron los dejó helados: Elian y Leo habían desaparecido.

En el suelo, solo quedaba un dibujo infantil, hecho con lápices de colores. Representaba una mujer de cabellos oscuros y un niño de ojos dorados, rodeados de flores. Debajo, con letras torcidas, estaba escrito:




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.