Prisionera De Su Obsesión

Cuando las sombras aprenden tu nombre

El amanecer llegó con olor a pan tostado y madera húmeda. En la casita de piedra, Laura batía huevos en una taza de loza mientras Elías, en el alféizar, hacía girar una margarita entre los dedos y contaba en voz baja los pétalos como si fueran estrellas.

—¿Cuántos deseos te quedan? —preguntó ella, con esa sonrisa nueva que había aprendido en el pueblo.

—Todos —respondió él, y apoyó la margarita sobre el vaso de vidrio—. Porque todavía estamos aquí.

La frase, sencilla, tenía la contundencia de un amuleto. Laura se lo guardó en el pecho. Había aprendido a vivir con dos certezas: su nombre y el de su hijo. Todo lo demás era una bruma que prefería no mirar demasiado. A veces, de noche, una imagen imprecisa recorría su mente —una escalera de mármol, un rayo, un grito—, pero la borraba con la respiración y el sonido de las manos de Elías buscándola.

Ese día, como otros, caminaron hasta la plaza a dejar pan en la pensión y a cambiar flores por fruta. Elías corría delante de ella, las botas chapoteando en los charcos, cada salto arrancando pequeñas carcajadas. El viento parecía aprender su nombre: Elías, Elías, Elías.

Lo único que no sabían —no podían saber— era que, muy lejos de allí, otro viento llevaba su nombre escrito como una amenaza.

La mansión había dejado de ser un lugar y se había convertido en un rumor: madera que cruje, puertas que suspiran, espejos que devuelven la cara un centímetro más lejos de donde se la había dejado. En el gran salón, las lámparas apagadas parecían constelaciones muertas. Sobre la mesa central, un dibujo infantil seguía diciendo, con letras torcidas: Sabemos dónde están.

Adrián no lo había movido. Cada noche lo miraba, furioso, como si pudiera arrancarle información a punta de voluntad. Julián, en cambio, lo había plastificado y guardado una copia bajo la camisa, como se guardan los mapas.

—No pienso esperar a que vuelvan a movernos como piezas —dijo Adrián aquella mañana, con la voz igual a un nudo—. Si han dejado una pista es porque quieren que la sigamos… o que vayamos al lugar equivocado.

—Los dos caminos llevan a Laura —replicó Julián—. La diferencia es quién llega primero.

Se miraron un segundo más de lo necesario. Allí, en ese silencio, ya no había insultos. Tampoco amistad. Había un acuerdo áspero: ir juntos. Porque ir solos había sido la manera de perderla.

—Haremos esto así —dijo Julián, desplegando un mapa de la región—: yo rastreo contactos en los pueblos chicos. Tú, los caminos de carga y los transportistas. Si Elian y Leo han salido de aquí, alguien los vio subir a un camión, a un auto, a lo que sea.

—Y cuando los encontremos —preguntó Adrián, oscuro—, ¿qué?

—No pelees conmigo —dijo Julián—. Pelea por ella.

La frase lo sorprendió. No por su contenido, sino por el tono: no era una súplica, era una orden tranquila. Adrián asintió una sola vez. Y salieron.

En la penumbra de la galería, dos sombras pequeñas escucharon la puerta principal cerrarse con ese golpe que hace un destino cuando decide.

—Mordieron el anzuelo —susurró Leo, acunando una cinta de tela que había arrancado de la manta de Elías antes de que se fueran—. Huelen a culpa.

—Y a miedo —dijo Elian—. El miedo es la cuerda más útil.

—¿Cuándo salimos?

Elian sonrió con un filo nuevo.

—Ya estamos en camino.

Laura y Elías almorzaron sopa de lentejas en la posada. El lugar olía a caldo, a lumbre, a albahaca recién cortada; la dueña había enseñado a Elías a trenzar ramitas de romero y él las colgaba en la entrada como si fueran medallas. En el fondo, un viejo acordeón empujaba una melodía que nadie recordaba haber aprendido: tan-ta-rán, ran-rán. Pequeños rituales de una paz que parecía auténtica.

—Mañana empieza el mercado grande —avisó la dueña—. Vendrá gente de los cerros. Mucho trabajo, Laurita.

—Nos gusta el trabajo —contestó Laura—. Elías me ayuda a contar monedas.

—Yo soy banquero —informó el niño, serio, y las risas se llevaron un poco del frío.

Salieron al patio a la hora de la siesta. La luz dorada cargaba de polvo el aire; ese polvo, en los ojos de Elías, se volvía magia. Laura le trenzó el pelo a un caballo flaco que pastaba en el borde del corral. El mundo, por un rato largo, fue solo eso: sol, hierba, manos, risas. Por eso el sobresalto fue tan profundo cuando alguien preguntó, detrás de ella:

—¿Cuánto vale la flor que no sabe de dónde viene?

Laura se dio vuelta con el corazón en la boca. Era un forastero alto, sombrero de ala, ropa de viaje. Tenía las manos limpias y la sonrisa de quien ha olido demasiadas mentiras.

—No vendemos flores —dijo ella, con diplomacia—. Se regalan.

El hombre señaló a Elías, que lo miraba con cierta curiosidad.

—¿Y esa? —preguntó—. ¿También se regala?

—Esa es mía —respondió Laura, más rápido de lo que pensó.

—No hay problema —dijo el forastero—. Yo no compro hijos.

Elías dio un paso atrás, pegándose a su madre. El forastero alzó las manos, sin agresividad.

—Solo hago preguntas. Soy de caminos. He visto cosas. A veces, la gente pierde cosas que no sabía suyas. Otras, encuentra cosas que no sabía que buscaba.

—Gracias por el consejo —dijo Laura, cortante—. Buen viaje.

El hombre asintió y se fue con un silbido breve, hueco. Pero al cruzar la calle, dejó caer, casi con descuido, una tarjeta sucia. Elías la recogió. Solo había dos palabras: Media Luna.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Basura —dijo Laura, guardándola en el bolsillo sin pensar. Sintió un latigazo en la nuca. Una imagen fugaz: un sello ovalado en un papel amarillento, un pasillo frío, una puerta con el número 2. La náusea subió y se fue. Volvió a respirar.

Elías le apretó la mano. Ese apretón la trajo de vuelta.

—Vamos al río —propuso ella—. Las piedras no hacen preguntas.

Al caer la tarde, en un bar de camioneros a veinte kilómetros, Adrián interrogaba al encargado con el tipo de calma que el miedo entiende mejor que los gritos. A su lado, Julián tomaba nota: fechas, patentes, rutas.




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