La plaza entera se había vuelto un cuadro detenido. Las antorchas chisporroteaban sin orden, como si no supieran a quién obedecer. El pueblo —ese coro de ojos anónimos— contenía el aire, incapaz de procesar lo que estaba viendo. Laura, Adrián, Julián y los niños idénticos estaban en el centro de una tensión invisible, como si un lazo antiguo e irrompible los mantuviera atados.
Elías estaba allí, con su mirada dorada y la dulzura que lo caracterizaba. A su lado, Elian, idéntico, pero con los ojos oscuros como pozos de tinta y una media sonrisa que nunca inspiraba confianza. Y detrás de ambos, emergiendo de la sombra como si hubiera esperado pacientemente su momento de existir, la tercera figura: Leo. Los tres eran iguales. Pero al mismo tiempo, completamente distintos.
Laura dio un paso atrás, tambaleante. Sentía que la tierra se partía bajo sus pies, no porque temblara, sino porque su mente lo hacía. Su respiración se volvió entrecortada, el corazón le golpeaba en los oídos. Recordar y olvidar eran la misma tortura. Vio flashes que no entendía: tres cunas en un cuarto frío, llantos que se superponían, una mano que firmaba un contrato con un sello de Media Luna.
“¡No!”, se gritó a sí misma, llevándose las manos a la cabeza. “¡No quiero ver!”
Elías la miró, angustiado, y dio un paso hacia ella. Elian lo detuvo de un tirón invisible; no lo tocó, pero bastó con su voluntad.
—No la toques —ordenó, con voz firme, clavando sus ojos en su gemelo—. A ella solo se acerca quien yo decida.
Elías tembló, su bondad lo hacía débil. Aun así, sus ojos buscaban los de Laura, rogándole que no lo abandonara. Leo, en cambio, permanecía inmóvil, con las manos detrás de la espalda. Lo único que lo delataba era la intensidad con la que observaba a Adrián y a Julián, como si fueran piezas sobrantes de un tablero que solo él entendía.
Adrián fue el primero en romper el silencio. Avanzó un paso, los puños cerrados, el pecho inflado de rabia.
—¡Basta de juegos! —rugió, mirando a los trillizos—. Laura no es un trofeo para disputarse ni un objeto de manipulación. ¡Y ustedes…! —apuntó con un dedo tembloroso—. ¿Qué demonios son?
Elian sonrió con suficiencia.
—Somos lo que siempre fuimos —respondió—. Tus rivales más fuertes. Porque no competimos por Laura… competimos por su verdad.
Leo dio un paso hacia adelante.
—Y esa verdad, Adrián, destruirá todo lo que crees poseer.
Julián interrumpió, colocándose delante de Laura para protegerla.
—¡No les crean nada! —exclamó, dirigiéndose tanto a Laura como a Adrián—. Solo buscan dividirnos. ¡Es lo que siempre hacen!
Elian rio suavemente, inclinando la cabeza.
—¿Dividirlos? No, Julián. Ustedes ya estaban divididos desde antes de conocernos. Nosotros solo soplamos sobre la grieta.
Las palabras golpearon como cuchillos. Adrián y Julián se miraron con odio. Y en ese instante, Laura comprendió que esa era la verdadera batalla: no eran solo los niños, sino la forma en que ellos se colaban en las debilidades de los adultos.
Laura respiró hondo. Su voz se quebró cuando habló:
—Ustedes… los tres… son mis hijos.
La confesión cayó como un trueno en medio de la tormenta. El pueblo murmuró, incrédulo. Adrián y Julián palidecieron. Elías la miró con lágrimas en los ojos, como si esa confirmación le hubiera devuelto un trozo del alma. Elian arqueó una ceja, satisfecho. Leo, por primera vez, sonrió.
—Al fin lo dices —dijo Elian—. Al fin reconoces lo que siempre supiste.
Laura apretó los dientes.
—Sí… pero no recuerdo quién es su padre. Y quizás no quiera recordarlo.
La declaración fue aún más demoledora que la anterior. Adrián la miró con furia herida, Julián con un dolor insondable. Ninguno se atrevió a decir nada.
Entonces Elian tomó la palabra, su voz como veneno dulce:
—Madre, no necesitas recordar. Basta con elegir. Y elige bien… porque uno de nosotros te dará la luz, otro te dará la sombra… y el tercero… —miró a Leo con complicidad—, el tercero decidirá si todo se derrumba.
Leo levantó la barbilla, orgulloso de esa última sentencia. Elías, en cambio, corrió hacia su madre, rodeándola con sus brazos.
—Mamá, no los escuches —imploró—. Yo te protegeré. No necesito más que estar contigo.
Elian chasqueó la lengua.
—Tierno. Pero inútil.
En un segundo, Elías cayó de rodillas, apretándose el pecho. Su gemelo lo había herido sin tocarlo, jugando con su debilidad.
Laura gritó y se inclinó hacia él, abrazándolo con desesperación.
—¡Basta! ¡Son sus hermanos! ¡Déjenlo en paz!
Leo se inclinó hacia Elian, susurrando con burla:
—Mírala. Se aferra al más débil. Como siempre hacen las madres.
Adrián ya no aguantó más. Avanzó y empujó a Elian por el hombro, haciéndolo retroceder.
—¡Si vuelves a tocarlo, te juro que…!
Pero Elian lo interrumpió, con una carcajada amarga:
—¿Qué harás, Adrián? ¿Golpear a un niño? ¿Ese es el hombre del que Laura debería enamorarse?
Las palabras encendieron el fuego en los ojos de Adrián. Laura, aún abrazando a Elías, gritó:
—¡Basta los dos! ¡Son mis hijos! ¡Mis hijos!
Elian sonrió con frialdad.
—Entonces protégelos… de nosotros.
Esa noche, Laura decidió. Con Elías débil en sus brazos, comprendió que no podía salvar a todos. Elian y Leo eran como abismos que se alimentaban de su dolor y del enfrentamiento entre Adrián y Julián. Solo Elías representaba la luz, aunque frágil.
“Si me quedo aquí, lo perderé”, pensó. “Si me quedo, nos devorarán a todos”.
Y tomó la decisión más dura de su vida: escapar. Mientras el pueblo aún murmuraba y Adrián discutía con Julián, Laura se escabulló con Elías en brazos. Corrió hacia el río, hacia el camino que había brillado antes, rogando que esa luz los guiara a un lugar seguro. Elías, medio consciente, murmuraba entre sueños:
—Mamá… no me dejes.
—Nunca, hijo. Nunca.