El murmullo del pueblo se enroscó en la garganta de Laura como una cuerda tibia. La plaza aún olía a humo y pan; las brasas, en los bordes, se resistían a apagarse del todo, como si supieran que el fuego no había terminado, que solo cambiaba de sitio. Frente a ella, dos Elías —uno con el brillo de la miel anclado en el iris; otro con un negro pulido de silex— la miraban con la misma cara y preguntas distintas. Detrás, la tercera sombra que acababa de pronunciar “madre” con una pulsera de Media Luna en la muñeca terminó de salir de la oscuridad.
El mundo, por tres latidos, no tuvo sonido.
Adrián llegó por la izquierda con el aire de un huracán contenido. Julián, por la derecha, traía la respiración de quien evita que el corazón se rompa haciendo cuentas. La gente, en torno, no se movió: presentían que estaban viendo algo que no les pertenecía y sin embargo los incluía.
—No des un paso —ordenó el Elías de ojos negros (Elian), sin alzar la voz.
—No me des órdenes —le devolvió Laura, con una calma prestada de cualquier parte que no fuera su sangre.
El Elías dorado (Elías) se aferró a su mano, pequeño, dulce, débil de tan bueno.
El tercero el de la pulsera no sonreía ni fruncía el ceño; era una línea, un trazo limpio. Levantó el antebrazo y la Media Luna devolvió la luz de las brasas. Ese brillo pareció llamar algo debajo de las piedras de la plaza. Laura lo sintió: un temblor diminuto, como si un mecanismo que nadie había tocado en años se hubiese engrasado solo. La anciana de ojos grises, apoyada en su bastón, encendió una vela que no necesitaba fuego.
—No los recuerdes; elígeles —había dicho.
¿Elegir qué?
El primero en romper la quietud fue Adrián.
—Basta —soltó—. Si alguien toca a ese niño, se queda sin manos.
Elian ladeó la cabeza, entretenido.
—¿Al dorado o al negro?
—A mi hijo —replicó Adrián, y la palabra mi tensó algo en el aire.
Julián, sin mirarlo, dio un paso leve hacia Laura, no para cubrirla, sino para que ella pudiera apoyarse si el suelo decidía volverse agua otra vez.
—No es noche para poseer —dijo—, es noche para sostener.
Elian se echó hacia atrás, como un gato que evalúa. Elías (el de luz) apretó la mano de su madre dos veces, código nuevo que habían inventado sin saber cuándo: estoy, mamá; estoy.
El tercer niño alzó la muñeca. El metal de la pulsera vibró. No era un adorno. No era solo una etiqueta. Laura lo supo sin saber por qué: era una llave.
—¿Quién eres? —preguntó, sin aliento.
El niño la miró como si le devolviera una pregunta más vieja.
—Soy Leo —dijo, cortando el hilo—. El que alguien guardó para el final.
El nombre tuvo un eco que barrió la plaza: Leo. Había estado ahí, y no. Había sido sombra, y ahora tenía voz. Laura, por un segundo, recordó no un hecho; un gesto: su propia mano deslizándose sobre papeles, la pluma cargada de tinta, el sello ovalado esperando el golpe. Una firma, un vacío en la casilla del padre. Tres cunas. Alguien dice: “No alcanza con cerrar los ojos”. El vértigo casi la arrodilló. Se sostuvo del Elías dorado como si él la sujetara a la orilla.
—Mamá —susurró él—, respira conmigo.
Respiró. El aire volvió. Elian dio un paso hacia la luz de la fogata, y el brillo le dibujó un cuchillo en la mejilla.
—Vinimos por lo nuestro —anunció—. Y lo nuestro no es una persona: es una verdad. Hay un hueco en tu memoria. Ese hueco manda.
—Hay un hueco en tu humanidad —saltó Julián.
Elian sonrió.
—Humanidad es un traje que se pone cuando conviene.
Leo, que parecía distante, dio un paso mínimo y se plantó justo entre Adrián y Julián con una naturalidad escalofriante, como si supiera desde siempre dónde deberían quedar las piezas.
—Ya dejaron de ser útiles las peleas viejas —dijo—. Ahora les toca entender.
—Entender qué —escupió Adrián.
—Que Media Luna no es solo quienes nos tomaron; es una red —contestó Leo, mostrando la pulsera—. Está debajo de los pueblos, en los puentes, en los papeles, en los nombres. Y en ella hay un protocolo que se activa cuando una madre decide elegir.
La anciana de ojos grises asintió, en un gesto apenas visible. Laura la vio de reojo, y vio en su rostro algo más que curiosidad: culpa. La certeza la picó como una ortiga. ¿La anciana sabía?
—¿Elegir qué? —insistió Laura.
Elian respondió, cruel y hermoso:
—A quién recordar.
La palabra se quedó clavada en la madera de la plaza.
—No —dijo Laura, negándose a lo que fuera que ese verbo pedía—. No voy a olvidar a nadie.
—No has hecho otra cosa —replicó Elian—. Y nosotros somos la cuenta que viene a cobrar.
Elías gimió bajito. Laura lo apretó contra sí.
—Se acabó —dijo en voz de madre, la voz que no pide permiso—. Nos vamos.
—Ya lo intentaste —sonrió Leo—. Siempre te encontramos.
—Porque siempre corrió sola —dijo Julián, sin mirar a nadie y mirándolos a todos—. Esta vez no.
Adrián lo fulminó con los ojos, pero no lo contradijo. El instinto —ese perro que muerde primero y piensa después— gruñó en su pecho: los tres eran su problema; ella era su casa. Si había que derribar la media luna del cielo a puñetazos para que el mundo se calmara, lo haría.
La anciana alzó la vela, y la llama hizo un arco, una media sonrisa.
—Hay un modo —dijo—. No borra el pasado. Borra el peso.
—¿Qué modo? —Laura dio un paso—. Dilo ya.
—La red tiene bóvedas —explicó—. Lugares donde los recuerdos se guardan y se devuelven a precio. A veces el precio es el tiempo. A veces es una mentira que ya no puedes contar. A veces… —miró a los niños— …es alguien.
Elian se echó a reír, sin alegría.
—Qué ironía: que nos enseñen reglas quienes nos parieron bajo cuchillos.
Leo se acercó media baldosa a Laura.
—Mamá —dijo con una dulzura que no le cuadraba—. ¿Quieres que Elías deje de sufrir?
Elías lo miró, como se mira a un hermano que promete no empujar y empuja.