El amanecer teñía de rojo el horizonte cuando Laura se alzó en medio del círculo de símbolos que había regido su vida durante demasiado tiempo. A su alrededor, los sellos de Media Luna brillaban como heridas abiertas en la tierra, los contratos antiguos palpitaban como si fueran seres vivos, y las campanas metálicas de la red clamaban obediencia a Catalina, quien sostenía el sello con la seguridad de quien había decidido el destino de su propia hija.
—Esto no puede seguir… —susurró Laura, y en sus ojos ardió una decisión que hasta el mismo sol pareció temer.
Elian y Leo observaban expectantes, cada uno con su propia oscuridad, mientras Elías, con lágrimas en los ojos, se aferraba a la mano de su madre. Adrián y Julián, atrapados en la disyuntiva eterna de su amor por ella, la miraban como si pudieran leer que algo irrevocable estaba por suceder.
Laura respiró hondo. Sintió en su pecho la unión de cada dolor vivido: las noches sin memoria, las lágrimas de Elías, la manipulación de Elian y Leo, las obsesiones de Adrián y la dulzura frustrada de Julián. Todo ese dolor se convirtió en una llama interior que empezó a recorrerle las venas como fuego líquido.
—¡No más cadenas! —gritó, y alzó su voz por encima de las campanas y del sello de Catalina.
Un viento huracanado se levantó de pronto, arrastrando consigo los contratos que reposaban en la tierra. Las hojas antiguas, manchadas con sangre y nombres robados, comenzaron a arder con un fuego azul y dorado que no venía de antorchas ni de velas, sino del alma misma de Laura.
Catalina retrocedió, sus ojos abiertos por primera vez con un destello de miedo.
—¿Qué estás haciendo? —rugió—. ¡No entiendes el poder que destruyes!
Laura la miró con lágrimas que no apagaban la fuerza de su rostro.
—Lo entiendo mejor que nadie, madre. ¡Lo que destruyo es la prisión que nos impusiste a todos!
Y entonces, el fuego se propagó. Los sellos tallados en la piedra comenzaron a resquebrajarse como vidrios rotos. Las runas que habían atado a generaciones se convirtieron en polvo incandescente. Los símbolos que había en las muñecas de los miembros de Media Luna se encendieron hasta quemarles la piel, forzándolos a caer de rodillas entre gritos de agonía. Uno a uno, los esbirros de la red intentaron huir, pero el fuego no quemaba cuerpos: quemaba ataduras, contratos invisibles, la sumisión firmada en silencio.
Elian y Leo fueron arrastrados por la corriente de fuego. Elian gritó con furia, luchando contra la ola incandescente como si quisiera detenerla con sus manos.
—¡No, madre, no! ¡No destruyas lo único que me da poder!
Leo, en cambio, miró sus manos, la pulsera que siempre había sido llave. La vio desintegrarse ante sus ojos. Y por primera vez en su mirada fría apareció el pánico.
—¿Qué soy ahora… sin Media Luna?
Elías, temblando, abrazó con fuerza a Laura.
—Mamá… —dijo entre sollozos—. ¿Nos vamos a salvar?
Ella acarició su rostro con ternura, sin dejar de proyectar aquella luz incandescente.
—Ya estamos salvados, mi amor. Porque somos libres.
La liberación de los recuerdos
De pronto, cuando el último contrato ardió, una ola de energía dorada se expandió como un latido desde el suelo. Era como si la memoria misma hubiera estado contenida en esos papeles, y al romperse, regresara a cada dueño.
Uno tras otro, los presentes se llevaron las manos a la cabeza. Adrián cayó de rodillas, sus ojos desorbitados, respirando entrecortado. Julián se tambaleó, sosteniéndose del suelo con ambas manos mientras lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas. Y entonces, Laura sintió un golpe en el pecho. Imágenes que no recordaba la atravesaron:
Su vientre redondeándose poco a poco durante el embarazo.
Las pataditas de los bebés dentro de ella, tres corazoncitos latiendo a la vez. La noche del parto, entre gritos y lágrimas, sosteniendo primero a Elías, luego a Elian y, finalmente, a Leo. Su propia voz, ronca y rota, repitiendo:
Son míos, son mis hijos, y nadie me los quitará.
Laura cayó de rodillas, con lágrimas que ardían tanto como el fuego.
—Lo recordé… —susurró—. Lo recordé todo.
Elías la abrazó aún más fuerte, como si supiera que ese instante era un renacimiento.
Adrián, jadeando, la miraba. Sus recuerdos también habían vuelto: noches de pasión prohibida, el roce de su piel con la de Laura, la primera vez que ella le había dicho “te odio” mientras en realidad lo amaba con un fuego incontrolable. La certeza ardió en él como una daga: los hijos eran suyos.
Julián, en cambio, lloraba en silencio. Él también recordó: cada caricia tierna, cada palabra de aliento, cada promesa que jamás pudo cumplir. Pero en su pecho pesaba otra verdad: había amado a Laura, había cuidado de ella, pero no era el padre de los niños.
Elian y Leo, por su parte, gritaban con furia. Porque al arder Media Luna, al regresarles los recuerdos, comprendieron que habían sido utilizados desde siempre como piezas de un juego. Su rabia no era solo contra su madre, sino contra la red que los había criado en sombras.
El juicio de Laura
Entre las ruinas de Media Luna, con los sellos desintegrándose y los miembros ardiendo en fuego purificador, Laura se levantó. Ya no era la mujer que había sido víctima, ni la madre que había dudado. Era una mujer completa, con todos sus recuerdos, con la fuerza de quien había soportado lo insoportable. Miró primero a Julián, y le tomó la mano con ternura.
—Gracias por haberme amado… por haberme cuidado cuando no tenía a nadie. Nunca olvidaré lo que fuiste para mí.
Julián apretó los labios, con lágrimas que brillaban en sus ojos. Sabía lo que venía, y su corazón se rompía en silencio.
Luego, Laura giró hacia Adrián. Él estaba de pie, con el rostro desencajado, sin saber si temblaba de miedo o de emoción. Ella dio un paso hacia él, luego otro, hasta quedar frente a frente.
Adrián apenas pudo susurrar: