La mansión de Media Luna ardía todavía en la distancia, sus ruinas humeaban como un recuerdo maldito que nadie quería volver a nombrar. El aire olía a ceniza y libertad. Laura caminaba con los pasos lentos, pero seguros, mientras sostenía la mano de Elías y veía a Leo seguirlos con calma. Elian, en cambio, los acompañaba a regañadientes, con el ceño fruncido y los ojos cargados de una furia silenciosa que parecía crecer con cada minuto.
Por primera vez en meses, Laura respiraba sin sentir cadenas invisibles atadas a su cuello. El fuego había consumido los contratos, los sellos y las memorias olvidadas habían vuelto como un torrente implacable. Ahora lo sabía: eran sus hijos. Los había llevado en su vientre, los había parido entre lágrimas, y ninguna fuerza del mundo volvería a arrebatarle esa verdad.
Pero había otra certeza que se alzaba más fuerte que cualquier revelación: su corazón ya no pertenecía a Adrián, sino a Julián.
La elección de Laura
Esa tarde, mientras los niños descansaban en la casa de campo que habían hallado como refugio temporal, Laura se quedó en el jardín contemplando el cielo rojizo. Julián se acercó con pasos silenciosos, llevando una manta que colocó sobre sus hombros.
—No deberías pasar frío —murmuró, con esa ternura que siempre lo caracterizaba.
Laura lo miró, y en su pecho ardió un calor distinto, un calor que no venía de la pasión incendiaria de Adrián, sino de la calma que solo alguien dispuesto a cuidarla podía brindarle.
—Julián… —su voz tembló—. He pasado tanto tiempo confundida, perdida entre cadenas y recuerdos que no me pertenecían. Pero ahora… ahora sé lo que quiero.
Julián la miró con una mezcla de sorpresa y esperanza, temiendo escuchar lo que su corazón anhelaba. Laura tomó aire y confesó:
—Quiero una vida contigo. Quiero un hogar para mis hijos, un lugar donde no existan las sombras de Media Luna ni la obsesión que me consumía. Tú eres mi paz, Julián. Y lo he comprendido demasiado tarde, pero aún estoy a tiempo de elegir.
Los ojos de Julián se llenaron de lágrimas. Tomó la mano de Laura y la besó con devoción.
—Laura… no tienes idea de lo que significa para mí escucharte decir eso. Yo también soñé con formar una familia contigo, pero nunca quise forzarte. Solo quería estar a tu lado, protegerte.
—Entonces protégeme —susurró ella—. Protégeme de todo, incluso de Adrián.
El rechazo de Elian
Esa noche, mientras los demás dormían, Elian se quedó despierto. Se había sentado junto a la ventana, observando cómo la luna se alzaba sobre el bosque. Cuando escuchó pasos detrás de él, no se giró.
—¿No puedes dormir? —preguntó Julián con suavidad.
Elian apretó los labios.
—No me hables como si fueras mi padre.
Julián respiró hondo y se acercó.
—No pretendo reemplazarlo, Elian. Solo quiero que sepas que estoy aquí para ustedes, para cuidarlos.
El niño lo miró entonces, sus ojos idénticos a los de sus hermanos, pero con un brillo helado que no dejaba espacio a la ternura.
—No eres mi padre. Y nunca lo serás.
—Sé que no lo soy —admitió Julián—. Pero puedo darte algo que él nunca te dio: un hogar donde no tengas que luchar para ser amado.
Elian se levantó de golpe, su voz cargada de resentimiento.
—¿Un hogar? No necesito eso. Lo único que necesito es que nadie me quite lo que es mío. Y mi madre… —sus ojos se endurecieron— mi madre nunca será tuya.
Julián lo observó, entendiendo que el corazón del niño había sido marcado por demasiadas cicatrices. Elian no era malo, era un reflejo de las sombras en las que había sido criado. Pero esa resistencia se convertiría en un muro difícil de derribar.
Adrián no se rinde
Mientras Laura encontraba paz en los brazos de Julián, Adrián ardía en un torbellino de celos y furia contenida. Había visto cómo ella lo miraba, había escuchado sus palabras, y en su pecho solo cabía una verdad insoportable: no estaba dispuesto a perderlos. Aquella noche, irrumpió en la casa de campo, sus pasos firmes resonando en el pasillo hasta el cuarto donde Laura y Julián estaban reunidos.
—¡¿Así que esta es tu decisión?! —rugió Adrián, con el rostro desencajado—. ¿Me arrancas de tus hijos, me niegas después de todo lo que hemos vivido, y lo eliges a él?
Laura se puso de pie con el rostro firme.
—No se trata de lo que viví contigo, Adrián. Se trata de lo que quiero para mi futuro. Y mi futuro está con Julián.
Adrián apretó los puños, sus ojos ardiendo como brasas.
—¿Y qué hay de mí? ¿De lo que siento? ¿De lo que soy? ¡Soy el padre de tus hijos, Laura! ¡Son míos!
—Eres su padre, sí —dijo Laura con firmeza—. Pero eso no te da derecho a controlarnos.
Julián se interpuso entre ellos, su figura erguida y sus ojos brillando con determinación.
—No volverás a levantar la voz contra ella, Adrián. Ni contra los niños.
Adrián lo miró con desprecio.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Tú, que nunca tuviste nada, contra mí?
Fue entonces cuando Julián dejó escapar la verdad.
—No estoy solo. Tengo el imperio de mi familia, y lo usaré para proteger a Laura y a los niños. Todo el poder que heredé será su escudo.
El rostro de Adrián se endureció. Por primera vez comprendió que Julián ya no era el rival débil que podía despreciar, sino un enemigo dispuesto a enfrentarlo en todos los terrenos: en el amor, en el corazón de los niños y en el poder.
El nuevo conflicto
Los días siguientes estuvieron cargados de tensión. Elías, dulce y sensible, se adaptó rápidamente a la calma que Julián ofrecía, viéndolo como un padre que le daba seguridad. Leo, más pragmático, aceptó la elección de su madre, reconociendo que la estabilidad de Julián podía ser la única forma de mantener la familia unida.
Elian, en cambio, se volvió más distante, refugiándose en silencios fríos y miradas de odio hacia Julián, convencido de que aquel hombre era un intruso. Laura veía el dolor en los ojos de Adrián cada vez que se acercaba, pero no podía cambiar lo que sentía. Ahora sabía que su corazón, su vida y sus sueños pertenecían a Julián. Adrián, herido en lo más profundo, comenzó a planear. Si no podía recuperar a Laura con amor, la recuperaría con poder. Y lo primero que haría sería sembrar la duda en los corazones de sus hijos.