El amanecer bañaba la finca con tonos dorados y carmesí. La brisa fresca movía las cortinas de la habitación donde Laura observaba a sus hijos dormir, uno junto al otro, como si fueran la representación de tres almas que habían nacido idénticas pero destinadas a caminos diferentes. Elías, con su expresión tranquila, parecía soñar con un futuro de paz; Leo, con el entrecejo levemente fruncido, mostraba el peso de una mente siempre alerta; y Elian… Elian se removía inquieto, atrapado en sombras invisibles que lo mantenían en constante desvelo.
Laura acarició el cabello de cada uno, y su corazón se contrajo. Los amaba con la fuerza de mil tormentas, pero presentía que la calma que vivían era apenas un espejismo. Adrián y Julián estaban librando una batalla silenciosa por ella, y sus hijos eran las piezas más codiciadas en ese tablero.
Julián, el protector inesperado
En el comedor de la finca, Julián ya esperaba con una carpeta gruesa llena de documentos. Cuando Laura entró, él la recibió con una sonrisa suave, aunque sus ojos brillaban con una determinación nueva.
—He tomado una decisión —dijo, extendiendo la carpeta sobre la mesa—. A partir de hoy, usaremos el nombre de mi familia para blindarnos.
Laura frunció el ceño, confundida.
—¿Blindarnos?
—Sí. —Julián abrió el dossier y le mostró contratos, sellos y documentos legales—. He movido hilos que no utilicé antes porque no quería arrastrarte a este mundo. Pero ya no se trata solo de ti y de mí. Se trata de los niños, de proteger lo que estamos construyendo. Mi familia posee empresas, alianzas y un peso social que Adrián jamás podrá ignorar.
Laura lo miró en silencio, conmovida. Había visto a Julián como el hombre dulce que le ofrecía calma, pero ahora veía a alguien más: un estratega, un líder capaz de usar su poder para defenderla.
—¿Y si Adrián intenta enfrentarte? —preguntó, con la voz baja.
Julián apretó los labios.
—Que lo intente. Esta vez no pienso cederle nada.
Adrián, la herida abierta
Adrián, mientras tanto, cabalgaba solo por los campos cercanos. El aire frío no lograba calmar el incendio que ardía en su pecho. Había perdido tantas veces a Laura que no estaba dispuesto a permitir que Julián se la arrebatara.
—Son mis hijos… es mi familia… —repetía una y otra vez, como un mantra que lo mantenía de pie.
Pero lo que más lo atormentaba no era Laura. Era Elian. Había visto la grieta en el corazón del niño, esa resistencia hacia Julián, y en ella encontró su última esperanza.
—Si logro que él me acepte, los demás tendrán que hacerlo también… incluso ella.
Su obsesión se profundizaba, y en esa obsesión estaba dispuesto a cruzar límites que antes jamás habría imaginado.
Elian, la pieza clave
Esa tarde, Adrián encontró a Elian en el bosque, alejado de sus hermanos. El niño lanzaba piedras contra el tronco de un árbol con furia contenida.
—Tienes fuerza en esas manos —dijo Adrián, acercándose despacio.
Elian lo miró con recelo, pero no retrocedió.
—¿Qué quieres?
—Quiero hablar contigo. —Adrián se inclinó, poniéndose a su altura—. Quiero que sepas que eres mi hijo, Elian. Eres mi sangre, mi herencia, y nadie puede quitarte eso.
Elian apretó los puños.
—Mamá dice que estaremos con Julián. Que él cuidará de nosotros.
El rostro de Adrián se endureció, pero su voz se mantuvo suave.
—¿Y tú qué quieres?
El niño bajó la mirada.
—No lo sé.
Adrián lo tomó por los hombros con fuerza.
—Escúchame bien: Julián nunca será tu padre. Podrá darte lujos, podrá darte un hogar cómodo, pero no entenderá tu sangre, no entenderá quién eres en realidad. Yo sí. Porque eres como yo, Elian. Y juntos, podemos reclamar lo que es nuestro.
Elian sintió un estremecimiento. Sus palabras lo atravesaron como cuchillas. Parte de él quería odiarlo, pero otra parte… quería creerle.
Laura y Julián: un respiro de amor
Esa misma noche, en la casa de campo, Laura y Julián compartieron un momento de paz mientras los niños dormían. La tensión con Adrián estaba presente, pero Laura necesitaba recordarse que había elegido, que había tomado el camino de la calma. Julián acarició su rostro con ternura.
—Quiero que confíes en mí, Laura. No importa lo que Adrián intente, no importa qué sombras regresen. Te juro que estaré aquí, para ti y para ellos.
Ella lo miró con lágrimas brillando en los ojos.
—Lo sé… y por eso te elegí. Porque contigo no siento cadenas, ni miedo. Contigo siento que por fin tengo un hogar.
Sus labios se encontraron en un beso profundo, lleno de ternura y promesas. Fue un instante de amor sincero, de dos almas que por fin se reconocían en libertad. Pero afuera, en la oscuridad, Adrián observaba desde lejos, con el corazón desgarrado y los ojos ardiendo de celos.
El choque inevitable
Días después, Adrián apareció en la finca acompañado de hombres de confianza. Julián, sin retroceder, salió a su encuentro con los suyos. El aire se volvió denso. Los niños observaban desde la ventana, con Laura en medio intentando mantener la calma.
—No tienes derecho a estar aquí —sentenció Julián con voz firme.
Adrián sonrió con frialdad.
—¿Y tú sí? ¿Quién te nombró dueño de esta familia? Porque te recuerdo algo: esos niños llevan mi sangre, no la tuya.
—El amor y la protección también crean lazos —replicó Julián—. Y yo no pienso renunciar a ellos.
Ambos hombres se midieron con miradas como cuchillas. Laura dio un paso adelante, pero en ese momento, Elian salió corriendo de la casa y se paró frente a Adrián.
—¡Basta! —gritó el niño—. Déjenme decidir a mí.
Todos quedaron en silencio. Elian, con apenas unos años, tenía la fuerza de alguien que había cargado demasiado. Miró a Adrián y luego a Julián, y sus palabras fueron un dardo directo al corazón de Laura: